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León

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Al trasluz | eduardo aguirre

Está ya confirmado: el homo antecessor, nuestro bisabuelo de Atapuerca, practicaba «de forma habitual el canibalismo gastronómico»; es decir, no solo cuando había luna llena, como el hombre lobo, o a la hora de confeccionar listas electorales. Se desayunaban, comían, merendaban y cenaban entre ellos, y si se terciaba, también el tentempié de media mañana era de casquería conocida. No hay que escandalizarse, tampoco lo del homo sapiens ha sido precisamente una dieta vegetariana. La dentellada forma también parte del escalafón de nuestra evolución. «Dientes, dientes», aleccionó Isabel Pantoja a Julián Muñoz, en un golpe de inspiración de realismo carveriano. Sí, no tenemos derecho alguno a mirar con superioridad al homo antecessor. Vale, no les dio tiempo a inventar el tranvía, pero, a veces, extinguirse a tiempo es una señal de sabiduría. El canibalismo ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. Un homo antecessor: «¡Qué rica está Miss Prehistoria de este año!», y otro le contesta: «Sí, pero yo la habría cocinado a la plancha». Y es que, el suyo no era un glotón aquí pillo, aquí te zampo, sino consecuencia de un apetito chusco pero meditado. A mí, ya puestos, me dan a escoger y prefiero ser engullido por mi señora que por una planta carnívora del tamaño del tanga de Falete; que las proteínas queden en casa. Ah, este gran planeta azul a la deriva. Comprender nuestros orígenes plantea un laberinto de enigmas, pero no menos al de un solo día de nuestro presente, pues vimos rodeados de misterios, de proezas del corazón, de milagros. Aunque la dentellada caníbal siga siendo uno de los motores de la Historia, esta es mucho más que un menú del día redactado por Hannibal Lecter. Lo seres humanos lo tenemos crudo, muy crudo, cierto, pero nadie dijo que vivir fuese a ser fácil.