Diario de León

Servicios mínimos para una huelga fallida

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Panorama | antonio papell

Los sindicatos, que podían haber salido fortalecidos de la crisis económica -”su papel de defensa de los trabajadores se hace relevante cuando éstos sufren las consecuencias de una mala coyuntura-”, se equivocaron cuando, en lugar de aceptar la homologación de España con Europa en el modelo de relaciones laborales, se obstinaron en el inmovilismo. Perdieron entonces una ocasión de oro de obtener la paternidad de mecanismos para paliar los efectos de la caída de la demanda -”el modelo alemán, el modelo austríaco-”, de racionalizar el modelo y de reconciliarse con una opinión pública que les echa en cara su obsolescencia y su olvido persistente de los desempleados, cuyos intereses no sin idénticos a los de los trabajadores que tienen trabajo. Rota la posibilidad de acuerdo -tras desdeñar una alianza razonable con el Gobierno que hubiera forzado a firmar a los empresarios, o los hubiese dejado aislados-, CC.OO. y UGT no tenían, ciertamente, otra opción que la protesta estéril. Una huelga general que no tiene recorrido social -”cualquiera puede hacer un sondeo informal entre los trabajadores de su alrededor-”, que no resuelve nada -es impensable que el Gobierno revoque las reformas ya realizadas- y que en nada contribuye a generar la confianza necesaria para que la deprimida economía repunte. Y ahora los sindicatos se juegan el ser o no ser: si no consiguen movilizar significativamente a un país que no está para bromas ni para piruetas, el ridículo en que incurrirían los convocantes sería la antesala de un declive irremisible. Naturalmente, si la ciudadanía no está por la labor de realizar la huelga, el único medio de asegurarse el cese de la actividad es incidiendo sobre el transporte, que impedirá a quienes quieran trabajar ese día acudir al tajo. Y ello explica el afán poco decoroso de restringir al máximo los servicios mínimos en ese sector. Contando, claro está, con que los piquetes «informativos» se ocuparán de que no se superen estos límites e incluso de que no se alcancen, en la medida de lo posible. La huelga general -”hay que decirlo claro-” es un instrumento de presión política dudosamente democrático -”la soberanía reside en el Parlamento, no en las organizaciones intermedias-” que hunde sus raíces en una idea primitiva, marxista, del socialismo y que, por decirlo suavemente, constituye un anacronismo impropio de una sociedad avanzada. Y no deberían los sindicatos engañarse con respecto a los ardides que dispongan para amplificar la movilización: cada ciudadano que, queriendo acudir a su puesto de trabajo, no logre hacerlo el día 29, se adscribirá inmediatamente al grupo de quienes pensamos que los sindicatos son un freno y no un estímulo para la salida de la crisis. De cualquier modo, el derecho a la huelga ha de ser compatible con el derecho de la ciudadanía a disfrutar de los servicios públicos. Esta evidencia -”el equilibrio que la Constitución impone entre derechos y libertades-” ha sido sin embargo la razón por la que los sindicatos han boicoteado la elaboración de una ley de Huelga, que también viene impuesta por la Constitución, que ordene el ejercicio de las movilizaciones, marque la envergadura genérica de los servicios mínimos y establezca las responsabilidades en que incurran quienes vulneren la legalidad.

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