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León

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Contracorriente Miguel Paz Cabanas

Como si hubiese entrado un pájaro negro en la redacción, el otro día se les coló una primicia -siniestra- sobre la guerra de Afganistán a los responsables del Telediario de la 1. En las imágenes captadas por una cámara de la base española, se ve claramente cómo un hombre acribilla a tiros una garita y luego es perseguido por dos soldados españoles, que lo cazan y lo arrastran como una gallina decapitada hasta el interior del patio. Emboscadas entre las barbas de un líder sindical y una noticia deportiva, las imágenes poseían a la vez algo hipnótico y desazonador. No es éste un artículo para hablar de nuestra intervención militar en Afganistán, sino para expresar el pavor que me produjo ver ese acto de guer ra puro, sin máscaras ni simulaciones. Sé que los combates, desde Lepanto a Stalingrado, forman parte de la historia de la infamia humana y que por añadidura vivimos tiempos donde la violencia tiene un marchamo doméstico. Pero fuera porque me pillase con las defensas bajas, o porque ese mediodía mi mente salió de su embotamiento televisivo habitual, el caso es que esas imágenes me llenaron de espanto: fue como si yo estuviese allí, pegando tiros en medio de aquella calle polvorienta, en el papel de un asesino iluminado, o en el de los soldados que arrojaron el cadáver con un desprecio de carne quemada. Petrificado en mi butaca, sin corresponsales ni políticos que dieran un barniz hipócritamente civilizado a aquella barbarie, sentí un estremecimiento helado en el corazón. Lo comenté luego por noche, tomando vinos, pero nadie pareció otorgarle importancia. Eso ocurre todos los días, argumentó uno. Sí, quizá tenía la tensión algo baja. Tendré que dejar la poesía y entregarme a ejecutar videojuegos hiperrealistas, esos donde la pantalla hierve de sangre y explosiones cega doras.