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León

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El rincón | manuel alcántara

U no de los más prodigiosos avances de la ciencia médica es adjudicar nombres nuevos a las enfermedades antiguas. Ahora se llama dolientes de Alzheimer a los que hasta hace poco se calificaban cruelmente de estar «gagá». El tiempo, que es un asesino que anda suelto desde la noche de los tiempos, suele decretar las sombras para las personas que prolongan su residencia en la tierra. Es cierto que no lo hacen por igual, pero no podemos escoger sus preferencias. Además hay grados. La primera fase de la enfermedad empieza cuando no se sabe dónde lleva la hache intercalada la terrible palabra Alzheimer y la penúltima es cuando nos encontramos a un amigo e toda la vida, de nuestro mismo nombre de pila, y le preguntamos: ¿tú cómo te llamas, tocayo?

Quienes la sufren no experimentan el menor sufrimiento, ya que el olvido es siempre una amnistía. La persona que más largamente he querido en mi vida, cuando iba a verla todos los días, me miraba con extrañeza. Me sonreía como preguntándose quién era aquel señor tan amable. Tenía por aquel entonces 77 años y nos conocimos cuando ella tenía diecisiete y yo dieciocho. Qué injusticia que alguien se muerasiendo otro, o no siendo nadie. Rafael Alberti, la última vez que le ví, todavía lúcido, me dijo: «perder la memoria y perderlo todo». Dámaso Alonso, que era un prodigio de memoria y se sabía El Polifemo y Las Soledades , cosa que jamás consiguió Góngora, se encontró en una de sus últimas salidas a Pepe García Nieto y le dijo: «no sé quién eres, pero te quiero mucho». Algún resorte afectivo funciona cuando lo demás ha dejado de funcionar, pero estamos mal diseñados. Por eso cuando alguien nos desea, con la mejor voluntad, que Dios nos conceda una larga vida, no sabemos si agradecérselo o cagarnos en sus muertos. Generalmen te, optamos por lo primero.