«Fashion victims»
La veleta | Teodoro León Gross
La repercusión del reportaje mediocre del Frankfurter Allgemeine sobre las ministras «maniquíes» sólo demuestra una cosa: la tendencia de la clase política a enredarse en debates bobos, a pisar hasta el último charco. En lugar de despachar el caso con un «¡bah, es un texto más rancio que las figuras de Lladró!», otra vez se han parapetado tras la letanía del machismo con la retórica altisonante de la indignación, ese tono entre Echegaray y La Veneno. Por supuesto, en Internet han sido la comidilla, porque siempre es más divertido ocuparse de frivolidades que de asuntos serios, de chascarrillos que de teologías, como concluía la parodia del viejo Leo Rosten sobre los intelectuales en los medios; pero, hasta donde se sabe, la opinión pública suele distinguir lo que es importante. Las ministras al parecer no tanto. Y resulta fácil entender su cabreo, al menos por dos razones obvias: es un mal trago ver tus méritos plegados en una caricatura sobre tu fondo de armario; y lo peor es que, además, la caricatura sea cierta.
Nada escuece tanto como la verdad. Las ministras pueden sentirse legítimamente malparadas en ese retrato de brocha gorda, salpicado de prejuicios casposos; pero hay poco que objetar a la sátira de su -˜fashionism-™ sin parangón en Europa. De hecho, estas ministras ya se estrenaron con un posado para Vogue , así que no parece tan arbitraria la ironía de las maniquíes. A la vicepresidenta incluso le quedó el apodo demoledor de «La Fashionaria» por su dogmatismo vestido de seda. El error de las ministras ha sido no liquidar inteligentemente el caso con una sonrisa desdeñosa, sino tratar de elevarlo a una ofensa de género. Eso, más que el propio reportaje, sí que resulta ridículo. Esta no es una polémica sobre machismo y aún menos sobre moda, esa clave sociológica capaz de apasionar de Walter Benjamin a Baudrillard. Se trata de algo menor, solo «look», la obsesión de la imagen, el artificio para exhibirse, como dice Lipovetski. Esa presión está ahí. Días atrás, Esquire comparaba a Guardiola y Mourinho, pero no sus estilos de juego sino los trajes que Mou adquiere en Saville Row y Pep en Dsquared2. Nadie escapa a eso. Y resulta ridículo que las ministras esperen ser una excepción. En la sociedad de la imagen, marca mucho el «por sus ropas les conoceréis». Un clásico de la política americana sostenía que el vestuario es la fachada del individuo, y por tanto de sus ideas.
Eso parece lo que les preocupa ahora. En la euforia de 2004, podía colar lo de Vogue , pero en el pozo lóbrego de la crisis en 2010 de pronto se le han aparecido los fantasmas del despeñadero del socialismo en los ochenta con aquellos dirigentes transformistas de la «beautiful people».