Diario de León
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Al trasluz | eduardo aguirre

Abuchear al político vuelve a estar de moda. Uno hubiese preferido que volviese la minifalda, pero no estamos en temporada. León siempre ha sido poco proclive al abucheo, no es que queramos más a los políticos, simplemente, el frío nos congela la espontaneidad verbal; somos tan parcos que a la Cultural y Deportiva Leonesa la llamamos «Cultu», no por compadreo sino para que no se nos escarche la lengua. Por cierto, el término viene etimológicamente del sonido que hace el cetrero con el hucho -uch, uch, uch- para llamar al pájaro. No creo que deba ser objeto de sesuda legislación, más allá de lo que dicta el protocolo del sentido común. Al campo no se le pueden poner puertas, y menos al de batalla.

Y sí, en esta provincia se abuchea poco, pero cuando nos ponemos a ello hay que llamar a la autoridad. El caso más vergonzante lo sufrió Díaz Villarig, en 1987, durante su toma de posesión como alcalde, cuando los aplausos fueron silenciados por rugidos, hasta que alguien le atizó una coz en los mismísimos, y luego, ya ante el juez, el coceador no halló otra justificación que el socorrido: «pasaba por allí, vi gente y-¦». El abucheo es respetable -el merecido, claro- cuando irrumpe natural de la garganta del pueblo, como un piropo del revés; deja de serlo cuando es plato precocinado en las sedes. Siempre hay quienes confunden la libertad de expresión con el exabrupto en la oreja. Tampoco es que sea un género literario, no hay que pedirle la musa a Lope para corear «Fulano, mamón, págame tú la pensión». Rajoy asegura que el Gobierno quiere limitarlos a los combates de pressing catch, mientras que los socialistas le recuerdan ese dedo que Aznar mostró a sus abucheadores en un campus asturiano. Sí, en León se abuchea poco, pero se aplaude aún menos. Lo nuestro son las miradas.

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