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MANUEL ARIAS BLANCO. PROFESOR JUBILADO
León

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Llevo unos meses jubilado como profesor de Secundaria y no puedo menos de echar la vista atrás y hacer balance de mis años de docencia. Es verdad que me marché antes de tiempo -me «echaron», se puede decir-, porque era difícil la situación en el aula. Difícil y coyuntural, sospecho por el bien de la enseñanza. Pero eso no quita para que me agarre poderosamente a los buenos momentos que viví. El mero hecho de e star en contacto con multitud de jóvenes es un apreciable síntoma de conexión con la sociedad. Al fin y al cabo, todos somos de carne y hueso y respiramos por los mismos sitios.

Como profesor, a medida que pasaban los cursos y se iban cumpliendo años, mi mente se rejuvenecía por ese contacto constante y diario con las nuevas hornadas que me tocaban en suerte. Siempre eran jóvenes, más o menos de la misma edad, y yo, sin embargo, iba envejeciendo sin darme cuenta. Y no es que ahora haya envejecido de repente por esa ausencia de juventud al lado. Pero sí es cierto que me faltan esos espejos rutilantes y sonrientes que me ataban a la cruda realidad. Eso sí lo echo en falta, aunque haya ganado muchas otras cosas, quizá de tanto o más valor: tranquilidad, tiempo libre, ocio, etcétera. Cosas que me llenan plena y gozosamente.

Pero este balance atrasado quiere rendir homenaje a cuantos han caído en mis manos durante estos años de enseñante. A pesar de que ha habido un deterioro grande en la autoridad del profesor y de que la enseñanza ha decaído a favor de la disciplina, siempre quedaban alumnos interesados por aprender y eso te compensaba sobradamente. Cada vez que un alumno ponía todos los sentidos en el aprendizaje de la materia impartida a uno le crecían alas de satisfacción de gran calado. Y merecía la pena. Y eso bastaba para que al día siguiente uno se levantara con ánimo renovado y con la ilusión íntegra. Alguien aprovecha nuestro esfuerzo. No siempre uno tiene los alumnos que quisiera -ni los alumnos tienen los profesores más deseados-, pero la suerte nos pone siempre en el camino cantidad de circunstancias que nos aupan a subir con optimismo la cuesta de la vida. Es duro enseñar y es duro aprender, al tiempo que llenan de satisfacción impagable. En ese camino de encuentros y durezas sale a flote la fusión profesor-alumno.

Es cierto que te descorazonas cuando por la calle te encuentras con algún alumno y desvía la mirada. Parece algo trivial, pero tiene que ver con la educación, con el saludo y los buenos modales. En el polo opuesto está el saludo cordial o cortés de quienes te ven. No es lo de antes: cambiar de acera para saludar al superior, so pena de una reprimenda pública. Y mucho más esperanzador es el encuentro con algún alumno o exalumno que te alaba lo mucho que le enseñaste, la suerte de haberte conocido, la satisfacción de haber leído tal o cual libro por tu consejo. En ese momento agradeces de verdad la profesión elegida. Ha merecido la pena tu esfuerzo por este milagro actual. En este balance sería injusto si no mencionara a los otros protagonistas del proceso enseñanza-aprendizaje. Son los profesores, los compañeros de viaje. Y he de decir muy alto que en el IES Giner de los Ríos el compañerismo brilla por encima de todo. Hay una convivencia especial, armónica, desconocida. No parece que haya cargos. Todos están al servicio de todos. Quizá es la nota más destacada de este centro, donde la familiaridad prima por encima de todo. Es una pena que no hayamos tenido un mejor «material» de base. Porque hay una gran preparación: los profesores se innovan, están abiertos a lo más novedoso, se preocupan por el buen aprovechamiento del tiempo. Sólo que las «piedras» apenas absorben todo este caudal de saber y compañerismo. Nos merecíamos -se merecen- mejores piedras. Todavía están a tiempo.

Y todo esto lo proclamo desde este lado del descanso. Yo, que en un momento dado dije que lo más importante de la enseñanza eran los alumnos, sin los cuales no cabía ninguna distribución. Y lo sostengo. Sin ellos no caben ni profesores, ni tutores, ni directivos, ni... nada. Pero la otra piedra filosofal es el profesor, el alma que aviva el fuego de esas llamitas recién nacidas a la vida.

El profesor alienta, protege, extiende esa llama de estreno y juntos iluminan un universo de grandes hazañas. Así que desde aquí profesores y alumnos, alumnos y profesores, os aliento para que unidos levantéis el edificio majestuoso de la enseñanza sin que os importen las dudas o los desengaños. Pensad que al final la luz cogida por la s manos de todos iluminará la cara de cuantos protagonizan la gratificante tarea del juego enseñanza-aprendizaje.

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