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MARÍA DOLORES ROJO LÓPEZ. ESCRITORA
León

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Comenzamos el nuevo año llenos de propósitos avalados por los mejores deseos de amigos, familiares e incluso extraños para lograr lo mejor en nuestra vida con la nueva oportunidad que representa todo aquello que se inicia. Efectivamente, tenemos la sensación de que esta vez podremos hacernos cargo de todo lo que nuestra falta de voluntad ha impedido otras veces. Queremos tener la certeza de que llegará lo que tanto anhelamos o se mejorarán nuestros defectos. Incluso aparece la confianza en que las negativas emociones que experimentamos con aquellos que nos caen mal o no son incluso indiferentes, también cambiarán. Sin embargo, a lo largo del mes de enero se esfuman las intenciones tan rápidamente como el humo de los cigarrillos que no pueden fumarse ya. Estamos condenados a someternos de nuevo a nuestras rutinas y con ellas a sucumbir a los buenos propósitos que la navidad trae y se lleva de la misma forma. No podemos pretender que las cosas cambien si siempre hacemos lo mismo.

Posiblemente, este año, podríamos intentar la inversión del camino y en lugar de seguir aprendiendo a cometer errores que se superponen y calcifican, desaprender todo aquello que nos induce a ellos repetidamente y nos sumerge en una espiral centrífuga de la que no podemos salir. Nos queda la esperanza de que la plasticidad del cerebro sea tal que pueda permitirnos, con rapidez, la acomodación a las diferentes situaciones y retos que la vida nos pone. Y siempre que nos hayamos equivocado en la ruta de comportamiento a seguir, poder desandar lo andado para revertir los efectos de nuestro comportamiento. No hay que olvidar que siempre somos dueños de nuestra voluntad y en último término, nunca nada está completamente cerrado, decidido o resuelto hasta que nosotros digamos la última palabra.

Entre todo aquello que deberíamos desaprender, eliminando así el código cerrado de las pautas erróneas, está la toma de posturas herméticas con las que nos incapacitamos para entender, cambiar, aceptar, corregir o mejorar cualquier situación o conducta en la que nos veamos implicados. Debemos desaprender a someternos sin reflexionar, sin tener un juicio propio o sin darnos por vencidos antes de entrar siquiera en la batalla. Desaprender el sistemático y compulsivo hábito de juzgar con gratuidad, de pensar que el resto lo hace mal por no ser nosotros quienes lo hacemos, de instalar la manía persecutoria hacia quien no comparte nuestras ideas o no responde a nuestro color de piel, lengua materna o situación social. Desaprender la palabra paralizante que desde hace unos años se ha pegado a nuestros labios y oídos: la crisis. Olvidarnos de este vocablo o sustituirlo por otro más motivador e impulsivo que nos permitan pensar que es posible escapar a ella y que, en último término, no nos agote en esta sensación caótica ante un pésimo futuro donde no lleguemos a cobrar la pensión, ni nuestros hijos tengan acceso a un trabajo equivalente a su profesión, ni casi lejano a ella. Desaprender los gestos de desesperanza que se aglutinan en nuestro rostro bajo cada línea de expresión. Desaprender los estereotipos nos que llevan a pensar que nada cambia, que las normas deben ser siempre las mismas o que lo considerado como correcto hasta el momento, debe serlo siempre.

Desaprender que el sentido del honor debemos ejercerlo a nuestro modo, caiga quien caiga, para validar nuestros intereses. Desaprender las seguridades a las que tan atados estamos. Instalarnos en la certeza de que el equilibrio de nuestro futuro se basa en aceptar que los planes pueden desaparecer en un instante cuando la vida decide por nosotros y estar seguros de que cualquier momento es el adecuado para estar frente un cambio radical por cualquier suceso no esperado. Desaprender esa confortabilidad blindada por la rutina engañosa en la medida en que la realidad está en constante cambio. Comprender y tolerar la inseguridad natural de la vida cotidiana como la mejor forma de aceptar lo que venga. Desaprender que el amor propio significa egoísmo y que la mejor forma de querernos, sentirnos valiosos y ser felices es mejorándonos continuamente para compartirnos con los demás en esa mejora. Desaprender el camino que nos lleva a querer agradar a todos porque eso no solo es imposible, sino ni siquiera debe ser deseable. Descender de las garantías que pretendemos conseguir en las relaciones y asumir que tener afecto por alguien hoy no significa que continúe mañana, si aceptamos el derecho de ambos a querernos en la más absoluta libertad de hacerlo así. Desaprender que la felicidad está más allá de lo que ya tenemos para instalarse en lo que nos queda por conseguir y seguir pensando que siempre es un deseo insatisfecho mientras perdemos la oportunidad de rescatar aquello que teniendo valor en nuestra existencia, jamás tendrá precio. Desaprender el camino de las reclamaciones a la vida para que nos devuelva lo que sólo en ella está prestado. Y es todo. Desaprender a quedarnos en las buenas intenciones sin tomar parte activa en la acción transformadora y comprender que los cambios no solo deben ser responsabilidad de otros, sino que debemos comprometernos cediendo un enorme grado de energía, pasión y determinación de nosotros mismos para mejorar lo que criticamos. Desaprender que los estilos de proceder de la gente tóxica, que se han expandido como un gas venenoso entre la mayoría de nosotros al concederlos cierto grado de normalidad, no solo no son lo deseable, sino que siguen siendo inaceptables. Comenzar a ver cuando uno mira y discernir que lo correcto no es lo ilegal y punible; que quedarse con propiedades, dinero o cualquier cosa, sigue siendo algo deleznable que no prescribe nunca. Que las venganzas nunca tuvieron un fin más ético que los motivos que llevaron a ellas y que no podemos comenzar mejor el nuevo año si seguimos empeñados en hacer de la derrota una justificación perpetua.

Desaprender, por último, a ignorar esa sensación de estar desbordados por emociones tales como el miedo, la ira, los celos, la culpa o incluso la alegría. Entender, eso sí, que las emociones en realidad son valiosos mensajes cifrados que nos dicen mucho sobre nosotros mismos y que si aprendemos a escucharlas y a dialogar con ellas, nos abrirán un nuevo horizonte vital, lleno de serenidad y mayor compresión de quiénes somos para actuar mejor y ser más felices.

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