TRIBUNA
¿A quién beneficia la anorexia?
E n noviembre pasado moría Isabelle Caro, la modelo que se prestó a la campaña de Toscani contra la anorexia. A todos se nos había encogido el corazón viendo su cuerpo, consumido por la enfermedad, y sus grandes ojos, espantados ya por el dolor y las cercanas pisadas de la muerte. Pero su intención de alertar a los que todavía estaban a tiempo paso sin que nadie moviera un dedo por impedir la estéril sangría a la que se está sometiendo a la juventud, aunque ya hay datos de mujeres de más de sesenta años con la misma obsesión consumiendo sus existencias.
Vivimos en un mundo sin fronteras. Esto, que podría ser algo positivo, puede llegar a convertirse en un monstruo que devora las mentes débiles, que se acercan a estos medios para que las adoctrinen so bre cómo deben actuar o en qué tienen que creer, según las tendencias del momento, dictadas casi siempre por intereses económicos u objetivos inconfesables que satisfacen a unos pocos.
¿Qué está sucediendo para que toda una sociedad -universal en este caso- se pliegue a la moda de los esqueletos andantes? ¿Dónde están las asociaciones feministas, o los verdes, o los azules, o los negros, que no levantan su voz para impedir que las mujeres -y también algunos hombres- se maten literalmente de hambre? ¿Quién es el beneficiario en este criminal asunto? Porque es difícil creerse que sea simplemente una tendencia nacida de la nada, sin un fin provechoso para alguien. En una conversación que en su momento me pareció una patosa broma, me sugirieron que había nacido por comodidad de los modistos. Siempre es más sencillo vestir a un palo con una tela y dos tirantes, que conseguir favorecer a una silueta femenina normal, en la que, como todos sabemos, priman las curvas. ¿Comodidad o deseo de crear una imagen andrógina que no se distancie demasiado de la suya propia?
Hace tiempo hubo un débil intento -o al menos eso se contó al público- de controlar el peso en las pasarelas y todos respiramos tranquilos. Si la imagen ideal que se ofrecía a los adolescentes era normal, ellos dejarían de lado sus obsesiones de hambruna, que acaban conduciéndolos al desequilibrio psicológico y luego a la muerte. Pero resulta que, de cara a la nueva temporada televisiva -que no ya siquiera de pasarela- hemos podido observar a todas las presentadoras con algunos -no muchos, porque eso sería imposible- kilos de menos. Y nadie dice nada. Nadie protesta. A nadie importa que, según las estadísticas, entre un 15 y un 20% de las niñas -ahora también los chicos- en edad escolar, generalmente a partir de los doce años, pero algunos desde los seis, presenten desórdenes alimenticios; sobre todo las chicas, sometidas a la presión de su entorno, que les impone un ideal de belleza tipo Angelina Jolie o Victoria Beckham, y que han de conseguir al precio que sea, para ser aceptadas dentro de su ambiente, algo prioritario en esas edades.
Y no sólo las famosas, las presentadoras o las modelos son paradigma, a la vez que ví ctimas, de esta moda asesina. Por todos los medios se nos indica la conveniencia de no aumentar de peso, hacer ejercicio y comer sano. ¡Qué buenas premisas! Pero ¿cuánto es un peso excesivo? ¿Podemos todos ponernos a hacer ejercicio sin más? ¿Cómo se puede comer sano sin tener que negarse absolutamente al placer de la comida? Porque verduras o pescados cocidos serán muy sanos -cosa que dudo a la vista de sus niveles de contaminación-, pero mantenerse dentro de esta dieta toda una vida haría saltar a cualquiera los circuitos neuronales, a no ser que se busque satisfacción, ya que no en la alimentación, que al parecer es malísima, en prácticas que tranquilicen nuestros instintos y querencias y que, probablemente, serían más perniciosas para la salud.
Creo que, a estas alturas, y precisamente por esa desmesurada información al alcance de cualquiera, casi todos sabemos que los excesos no son buenos. No podemos pasarnos la vida sentados o comer hasta reventar. Pero, una vez concedido el beneficio del sentido común a la mayoría de la gente -a la que consideramos muy sabia a la hora de votar- no estaría de más que dejáramos de culpabilizarnos por disfrutar un día de una inocente tortilla de patatas o de un plato de cocido. Alguien, tal vez desde el Ministerio de Sanidad, debería tomarse en serio este problema, que se lleva por delante la vida de hasta el 20% de los enfermos a los que no hemos sabido o querido enseñar y que no han comprendido o no han podido darse cuenta de que sus vidas y su papel en ellas es algo más valioso e importante que poder embutir sus cuerpos en una talla 36.