AL DÍA
Pocas nueces
Se antoja difícil un debate serio sobre la necesidad o no de reformar el Estado autonómico si, de entrada, se califica de carca al que disiente de ese reparto regional del poder político que, lejos de descentralizar el Estado, lo multiplica, lo atomiza y lo aisla del ciudadano, quien, por lo demás, no recibe de él mejores servicios y prestaciones, ni, desde luego, un trato más benigno ni respetuoso. Aquí, como en el caso de las traducciones simultáneas del Senado, lo de menos es, aun siendo cosa relevante, el gasto, pues las cosas buenas tienen un precio, sino lo que se obtiene de justicia, atención, progreso o comodidad a cambio de él. Si lo que comúnmente se percibe de las autonomías actuales es el dispendio que suponen, es que algo no funciona, o casi todo, en este absurdo sucedáneo de República Federal que multiplica por diecisiete los chiringuitos, las prebendas, las colocaciones y los privilegios de la clase política, de sus amigos, correligionarios y parientes, sin que la vida de las personas experimente con ello, en general, una mejoría.
Una república federal, incluso concebida a la suiza, a la estadounidense o a la alemana, es otra cosa. Su diseño nace del reconocimiento mútuo de los diferentes estados y de su federación supranacional en régimen de igualdad. El Estado no se divide por diecisiete, sino que diecisiete estados se constituyen, voluntariamente, en uno. No existe, en una República Federal, un Estado (la Corona) superior a los otros, ni el poder central tiene tan fácil chalanear, como aquí, los apoyos de tal o cual gobierno autónomo si le conviene para sacar adelante su política partidaria, en detrimento de las otras autonomías y de sus habitantes.
Se entendería, pues el derecho a la autodeterminación de los pueblos es sagrado, que tal o cual región de España se independizara y se convirtiera en Estado, pero no que, no siéndolo, funcione como lo que no es, con sus parlamentos, sus ministros, sus burócratas y sus cosas, y menos que funcione, encima, tan mal y tan caro. Y pese a estar persuadido de lo expuesto, uno no se siente, lo que son las cosas, nada carca. Ni un poco siquiera.