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Publicado por
MIGUEL ÁNGEL VARELA
León

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La ciudad crecía. Se dibujaban ensanches urbanísticos sobre lo que entonces eran huertas y en las tiendas se vendían unas pegatinas para colocar en los cristales traseros de los Seat 600 con unos eslóganes entre chuscos y chulescos: «Ponferrada: Ciudad del dólar»; «Ponferrada: ciudad amante del pimiento picante»; «Un camino, una posada, Ponferrada»... Había una emisora que emitía en onda media, comercios de ultramarinos y bares llenos de humo y de acentos de todos los rincones de España. Había cierta alegría; esa alegría bobalicona que le entra al ser humano cuando las cosas cercanas van relativamente bien, las urgencias cotidianas están más o menos cubiertas y los asuntos importantes quedan apartados en el dulce olvido. Era un pueblo grande con aspiraciones capitalinas en el que todavía pesaba cierto clasismo decimonónico, en el que los asuntos políticos se resolvían por decreto y en el que la escasa actividad cultural venía protegida por el celofán del falso candor. Mientras la oposición histórica escondía los ejemplares de Mundo Obrero bajo la leña de las carboneras, empezaba a surgir una nueva generación crítica, a medio camino entre el marxismo teórico y el vaticanismo social, que leía ediciones clandestinas, se dejaba barba y tocaba la guitarra. La ciudad crecía y al Generalísimo aún le quedaban ocho años de lenta descomposición.

En esa ciudad nació la sección teatral del club Conde Gatón. En sus primeros cinco años de vida el grupo mantuvo un frenético ritmo de trabajo. Nada menos que trece montajes que abarcan desde autores clásicos del momento como Ruiz Iriarte, Casona o Buero Vallejo a referentes del teatro simbólico como Jorge Díaz e incluso complejas piezas contemporáneas de marcada ruptura formal de Beckett o Tankred Dorts, que debieron aterrizar en los espectadores de aquella ciudad levítica como un disco de Schönberg sobre una tribu amazónica.

El principal responsable de todo aquello fue José Cruz Vega, un joven inquieto que había visto lo que estaba pasando en la escena nacional, había montado unos años antes un par de comedias más convencionales y decide dar un paso adelante. Cruz no sólo dirige aquel grupo ilusionado con un plan que lo hacía diferente de todas las iniciativas anteriores en esta materia sino que colabora con la prensa especializada del momento como la revista «Primer Acto» y pone a la ciudad por vez primera en el mapa teatral, abriendo relaciones con el entorno de lo que hasta bien entrados los setenta se conoció como «teatro independiente». Cuarenta años después, en una ciudad y en un país bien diferentes, Cruz Vega es un jubilado que no ha olvidado el teatro y presenta el sábado en el Bergidum una pieza de la que es autor y director.