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Publicado por
CÉSASR GAVELA
León

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C uarenta años después he sabido que se llama Antonio Blas. Fue en un reportaje de Maite Almanza publicado en el DIARIO DE LEÓN el pasado día 12 de febrero.

Astorga 1970. Había varios kioscos, pero yo creo que el principal era el de Antonio. Situado en una plaza, al final del repecho que abre la urbe hacia el nordeste llano y ferroviario.

Recuerdo a este hombre, muy joven y comunicativo. También irónico, rápido. Entonces le acompañaba una chica en el negocio. Daban la imagen de personas que eran felices con lo que hacían. Yo era un adolescente muy tímido y me acercaba con cierto respeto a su negocio. Pero eso era algo muy habitual en mí. También que en las tiendas me pasara el turno por no atreverme a decir que me tocaba. Lo que producía lamentables consideraciones íntimas. También me costaba lo mío pedir algo en un bar.

Antonio Blas me imponía con su desparpajo y predominio. Al final de la tarde llegaban en el tren correo los periódicos de Madrid. Una cola de hombres silenciosos aguardaba a que Antonio cortara las cuerdas que envolvían los paquetes. Luego empezaba la venta y allí el revuelo de los soldados que querían leer la prensa deportiva, y el de los hombres más añejos que leían el diario monárquico, y el de los más castizos, que preferían el diario populista del régimen, por algo llamado Pueblo .

Yo compraba el Ya , democristiano. Poco después me incliné por el diario Madrid , el más perseguido y luego cerrado por el régimen. Y quiso la casualidad que presenciara su demolición física en el barrio de Chamberí, en el otoño de 1974. El gran humo blanco con el que el franquismo incineraba la libertad de prensa.

Antonio Blas en aquella Astorga de frío y sin democracia. Con muchos clérigos y con casi todo por hacer o mejorar: parques, memoria romana, etc. Pero con el gran mito de los Panero.

Aún vivía la viuda y los tres hijos. No lejos de donde Antonio Blas tenía el kiosco, estaba la casa y el jardín cuyo esplendor final llegué a atisbar al otro lado de la verja. Me gustaba mucho mirar aquella decadencia en ciernes. Una vez hubo fiesta y por allí andaba un chico muy atildado y romántico que resultó ser Michi Panero.

Casi siempre era de noche cuando llegaban los periódicos. Yo me escapa del internado católico para comprarlo. Estaba prohibido, pero lo hacía. Luego leía con todo el placer del mundo la letra impresa. Mi más querida universidad, a la que profeso fidelidad plena. Por eso siempre he admirado a los kiosqueros. Ellos hacen posible ese milagro de las palabras cotidianas. Como Antonio Blas, cuya imagen volví a ver tanto tiempo después en la última página de este periódico. Me fue muy fácil reconocerle: ha cambiado muy poco.

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