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Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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Son vecinos que tuve en Ponferrada cuando le decían la Ciudad del Dólar. Pero no lo era: nunca lo fue. Lo sería para unos pocos. Era la ciudad del valor, como todas entonces. Bajo la infamia de Franco y la pobreza. Bajo una paz cruel, pero que también era lentitud, tardes de sol; confianza entre la buena gente. Silencio, amor y resignación. Allí el pueblo ponía la dignidad y el dolor. Y guardaba la memoria, secreta y lúcidamente.

María, la portera. Soltera, del pueblo de mi padre. Vivía en una casa muy humilde, iba a veces a comprar vino al bar Olego. Cuando era el antiguo lugar de madera donde se crió mi padre, en sus traseras rurales. Donde mi abuelo fue arrendatario en los años treinta. Entonces se llamaba Café Asturiano: mi abuelo era asturiano. María limpiaba las escaleras, arrodillada cada día en los 101 peldaños de una casa gris de la avenida de España que hace chaflán con Fernando Miranda. Luego, en la sobremesa, iba de piso en piso con una lata grande donde recogía los restos de la comida. Ésa fue su vida, su horizonte.

El pobre de Villafranca. Nunca supe su nombre; pero estuvo viniendo a Ponferrada muchos años. Viajaba en aquellos autocares grises de la empresa Fernández, rematados en un semicírculo perfecto, algo insólito y gracioso. Este hombre joven y con boina veía lo que asomaba en la puerta de los hogares, que era poco, viejo y barato. Pero le daban unos céntimos, sobre todo los más pobres. Siempre fue así. Mi padre, que por entonces era tesorero de Cáritas, me lo decía: los pobres son los más cumplidores.

Un niño que murió en el barrio. Tenía ocho años, mi edad entonces aunque yo no sabía quién fue aquel niño. Tal vez lo conocía de vista, de jugar en un prado muy próximo rodeado de zarzas y junto a la vía. Le decíamos la Selva. El cortejo venía por Fernando Miranda, entonces de tierra y piedras. Una cruz, un profesor casi anciano al frente. Todos los niños de clase detrás. Con sus corbatas pequeñas, con su tristeza. Era el atardecer, vi el humo del tren, vi el féretro blanco.

Doña Lucrecia, la maestra. Creo que aún vive, casi centenaria. Me parecía muy mayor ya en 1961. Su aula unitaria, unos setenta niños de todas las edades. El rigor que imponía, su lucha de cada jornada, su entrega y tanto que debía saber. Del mundo y la guerra, del hambre y el tiempo. De los niños y las niñas. Su voz salía por la ventana, continúa sonando en la calle Diego Antonio González. Voz que viene de una pequeña e interminable ciudad de carbón y de camiones desvencijados. De guardias y temor, de un río negro que bañaba las huertas.

Son cuatro vecinos de la Ciudad Sin Dólar; podría hablar de cientos. No los olvidaré nunca.

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