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TRIBUNA | JOSÉ LUIS GAVILANES

El paso que pasó a la historia

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León

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E l barrio de El Crucero, a la orilla derecha del inconstante curso del Bernesga, comenzó a latir en León en la segunda mitad del siglo XIX coincidiendo con la llegada de las vías de ferrocarril, primum mobile del crecimiento de la ciudad por aquellas fechas, como fue luego el carbón en las siguientes, el ladrillo en las recientes y la incertidumbre en las actuales. En sus orígenes, pues, apéndice urbano junto a la estación y dependencias ferroviarias para asentamiento de talleres, maquinistas, guardagujas, fogoneros, etc. Casas de ladrillo ennegrecido, ya muy pocas, junto a una fábrica de productos químicos de enorme chimenea que, habiendo dejado hace años de humear aliento proletario, persiste altiva sobre el barrio como el cono de un volcán dormido. Aún existe un establecimiento de bebidas que acredita sus orígenes, el Bar Ferroviario. Y un paso a nivel con barreras sobre la carretera hacia Zamora que han cruzado por más de un siglo los trenes yendo y viniendo de Castilla, Asturias y de Galicia.

Trenes y barreras han dejado ya, por fin, de ser incómoda realidad para entrar en los anaqueles de la historia. Dicen que ha tenido el «honor» de ser uno de los que más tiempo ha interrumpido el tráfico de vehículos y personas en España. Y hay los siempre exagerados que lo amplían a la Unión Europea e, incluso, al planeta. Pero, cierto es, las prisas o el descuido han dejado su tributo de sangre sobre los raíles con media docena de muertos que yo recuerde. Ahora el muerto es el mismísimo paso sin mortaja ni sepultura. Pero no estaría de más una placa en su lugar, a modo de inscripción sepulcral, que consigne los millones de minutos que hizo esperar o desesperar.

Allá por los ochenta del pasado siglo, un alcalde de derechas, metido a leonesista ocasional, quiso soterrar el paso a nivel, pero hubo de desistir. Un edificio próximo de catorce pisos, el más alto de la ciudad (incluso más que la «Casa del Coño» de la glorieta de Guzmán el Bueno, no porque en ella se practicase el fornicio, sino por vulgar expresión de asombro ante su inusitada altura de ocho pisos), amenazó con venirse abajo. Tras escarbar en las entrañas del subsuelo, la hendidura se tapó a los pocos meses, como se sutura la herida en la operación quirúrgica de un enfermo sin solución. Despilfarro de unos cientos de millones de pesetas de las arcas municipales y consiguiente disgusto de los sufridos comerciantes de la zona, viendo sus negocios al borde de la ruina. Fue el mismo alcalde que convirtió el vivero de obras públicas, muy cerca de las vías, en bello parque público, para solaz compensación del vecindario y propia inmortalidad.

La supresión del paso a nivel ha dejado más abierto un barrio de letrados. No es que abunden en él abogados o gentes de letras, no. Lo explica el hecho de que buen número de sus calles tiene nombre de insignes literatos: Pérez Galdós, Hermanos Machado, Pardo Bazán, «Azorín». A no ser por Francisco de Quevedo (otro escritor que da nombre a la avenida principal y al parque por estar colindante el edificio de San Marcos donde estuvo preso allá por el XVII), no hay justificación clara ni convincente de por qué un barrio obrero, especialmente ferroviario, rinda tanta reverencia al mundo de la literatura. Éste es un caso más de que hay fenómenos sin causa. No obstante, en el número seis de la Avenida del Doctor Fleming, junto al paso nivel, vivió su infancia huérfana el poeta «Premio Cervantes», Antonio Gamoneda. Desde los fríos barrotes de su balcón veía pasar la cuerda de presos desembarcados de la estación camino hacia San Marcos, de nuevo templo expiatorio de desviaciones políticas por los años aciagos de la guerra civil, donde estaba recluido otro compañero de devoción poética, hijo de ferroviario, Victoriano Crémer, luego vigilante en el mismo de sus compañeros de infortunio. Las vueltas que da la vida.

La supresión del paso a nivel se ha hecho realidad a pocas fechas de que tengan lugar las próximas elecciones municipales y autonómicas. Es curiosa coincidencia que en las inmediatamente anteriores de 2007, el alcalde saliente del PP modernizase la glorieta corazón del barrio obrero con una rotonda, adornándola de fuente luminosa, pináculo reproducción de los existentes en la pulchra leonina y monolito homenaje al ferroviario; además de reconvertir el antiguo depósito del material de obras públicas en centro cívico. Perdió las elecciones, pero se fue satisfecho y bien remunerado a presidir el Consejo Consultivo de la Junta con los galones de haber adecentado la zona.

Desde que tengo uso de razón y asiento domiciliario en el barrio de El Crucero, los políticos de turno de cualquier color han pregonado siempre en vano la pronta desaparición del paso a nivel. Pensé que no habría de disfrutarlo en vida. Pero, por fin, le ha llegado la hora tras una vida longeva. Los últimos pregoneros han cumplido su promesa. Se podrá decir lo que se quiera a favor o en contra de los del puño y la rosa, y así me he manifestado cuando lo he considerado oportuno, pero ahí está el hecho, y ya dice la sentencia bíblica que por los hechos los conoceréis.

Ahora resta ver cumplir que en el lugar de las antiguas vías se construirán viviendas asequibles a las economías más débiles y jardines y una gran avenida y más parques de recreo para los niños, unos niños que ya no serán tan cándidos, es decir tan blancos, como los de la generación precedente, por la numerosa parroquia emigrante de color que convive en el barrio con la población autóctona. Si está de los dioses (pluralizo, no sea el demonio que siendo más de uno los otros me castiguen) y de la nueva hornada política que saldrá de las urnas el próximo mayo, que así sea.

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