Josefina Aldecoa

H ay p ersonas que se mueren y otras que se nos mueren. Para el caso es lo mismo, pero no es igual. Tenía Josefina algo de institutriz, de hermana mayor, sobre todo de saber y gobierno y trataba de disimular, que no ocultar, un corazón demasiado vulnerable. Era la última sílaba gloriosa de la Institución Libre de Enseñanza en tiempos tan difíciles que ahora ya ni nos parece que pertenecieran a nuestra vida. Ahora que se me ha anticipado levemente al más allá en el que no creía, la siento más cerca que nunca, después de sesenta años de amistad. Ignacio, el gran Ignacio y yo éramos vecinos en el paseo de La Florida de Madrid. Tiempos de pobreza y esperanza. El vecino de la acera de enfrente, en la fortaleza de -˜Mingo-™, era don Francisco de Goya. Nos desmarcábamos a las tabernas, no sin su reproche. Al caer la tarde, en su casa o en la mía, que las dos eran la nuestra, Josefina nos traducía del inglés relatos de Hemingway o de Truman Capote. Creo que fuimos los primeros escolares del histórico -˜Estilo-™, el liberal, generoso y ejemplar colegio que acogió a los unos y a los otros. Amor y pedagogía.

Se me desencuaderna el libro de la memoria. Recuerdo a su hija Susana y a mi hija Lola disfrazándose en un minúsculo armario. Dos chiquillas que entonces dudaban entre ser ángeles o seguir creciendo. Recuerdo a aquel santo perro bóxer llamado -˜Buda-™. Y a las altas noches del Café Comercial de Madrid, en la glorieta de Bilbao, con Rafael Azcona y Eusebio García Luengo. Y a Ignacio cuando yo lo llevaba al boxeo con Mario Camus. Vuelve una joven Josefina, «bella a segunda mirada», que decía Dionisio Ridruejo y a la vez distante para algunos y cercanísima para otros.

En la Universidad le llamaban -˜Mirna Loy-™ y aquella gran generación (Rafael Sánchez Ferlosio, Jesús Fernández Santos, Medardo Fraile) la eligió como musa. Cuando Paula y yo fuimos a Ibiza y cenamos en -˜T ristán-™ eran ya otros tiempos más gratos. A mí se me ha muerto la hermana que me hubiera gustado tener. Y la que tuve.