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M.ª ÁNGELA BERNARDO ÁLVAREZ. ESTUDIANTE DE LA UNIVERSIDAD DE LEÓN
León

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Te has pasado la mitad de tu vida estudiando, encerrado entre cuatro paredes, acompañado por la luz de un flexo a horas intempestivas, luciendo ojeras como moda invernal, probando todo tipo de bebidas energéticas y horarios diferentes para aumentar la concentración. Has ido a clase casi siempre, salvo alguna vez que te has quedado dormido, que te han tentado con un café a las diez de la mañana o que tenías que trabajar. Has ido a prácticas puntualmente, echado horas y horas en esa Facultad que sabes acabarás echando de menos.

Se acabó el colegio, el instituto y ahora termina una nuev a etapa más, la universitaria, la que tus mayores reconocen como «la mejor de sus vidas», en la que has reído, llorado, conocido gente diferente, procedente de medio mundo. Quizás hayas tenido suerte y te hayas ido de Erasmus, Séneca o Amicus, hayas descubierto en otro país las carencias de tu Universidad, hayas echado de menos tu casa y tu gente, concentrada en esa familia y puñado de amigos que está contigo día a día.

Son etapas, dices, mientras revuelves ese café de las diez de la mañana, ciclos que vienen y van, puertas que se abren, ventanas que se cierran. Cinco años después de aquella mañana fría en la que llegaste al campus, con ganas de comerte el mundo, con algo de sueño por las novatadas de tu residencia, esperanzado por una carrera que finalmente te desilusionaría, a punto de conocer a los mejores maestros que te hayan dado clase, y también a los peores profesores, acabas.

Ves venir el final de la licenciatura como los enfermos que han despertado de un coma hablan de la luz al final del túnel. Cinco años después de clases, prácticas, juergas, cafés, espichas, horas de biblioteca, ratos de ordenador, acabas, y la luz cada vez se ve más cerca. El problema estriba cuando esa luz, en lugar de abrirte paso, de allanarte el camino, de dar un poco de iluminación a tanta oscuridad económica y social, te ciega. Aún recuerdas cuando semanas antes de hacer la selectividad, toda tu vida giraba en torno a la elección de la carrera. Tenías abiertas muchas opciones, en el fondo no te gustaba demasiado Medicina, pero te atraía Derecho, aunque veías con emoción las clases de Filosofía y disfrutabas sobremanera con la Biología. Estabas perdido, sí, te daba vértigo el cambio, ese cambio que se traducía en irte de casa por primera vez, pasar de caras conocidas a desconocidas, tener un nuevo grupo de amigos y hacer las maletas, empezando de nuevo.

Hoy, cinco años después, te ves en aquellas fotos, y sabes que la decisión ahora quizás sea más compleja. En 2º de Bachiller, sabías para lo que servía un médico, en qué trabajaba un abogado, cuáles eran las perspectivas de futuro de un ingeniero o qué hacer si optabas por Educación física. Sin embargo ahora, con esa luz cegadora, con los miles de millones de másteres ofertados por diferentes Universidades y Escuelas, te desesperas. Pasas horas delante del ordenador cavilando cuál será mejor, qué prácticas profesionales (remuneradas o no) se adaptan mejor a tu currículo, te echas las manos a la cabeza por no haberte volcado más en los idiomas durante los años universitarios. Tienes que elegir también entre un postgrado público o privado, echar miles de solicitudes de becas y cruzar los dedos para que tu solicitud con número «veintipico mil» sea la elegida para esas cien plazas de becas que tanto anhelas.

Vuelves, otra vez, a pensar en hacer las maletas, recoger los pósters de tu cuarto, ordenar los libros, guardar apuntes, disfrutar de tus últimos meses en esta ciudad, aprovechando cada minuto como si fuera el último, volcándote en esas personas que han marcado tu vida universitaria: tus compañeros, tus amigos, gente que hoy son parte importante en tu día a día y con los que quizás mañana pierdas el contacto, por cambiar de ciudad, de vida, de historias, de problemas.

Antes de cerrar el ordenador y dar un último vistazo a un nuevo máster que has descubierto en la Universidad «X» y que de repente parece lo más maravilloso del mundo, revuelves el café y te das cuenta que se ha quedado frío. Suspiras y te lo bebes de un trago, prepa rándote para ir a la siguiente clase, mientras una pregunta retumba en tu cabeza, «¿y después qué?».

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