LA ASPILLERA
Sin mensaje
No lo busquen, no hay mensaje. Eduardo Arroyo lo ha dejado claro: ya no son mías. Esas criaturas tributarias de una mitología irónica y cachonda ya son de todos y de cada uno. Si tienen vida será la que cada cual le insufle con su admiración, con su punto de reflexión, con su perplejidad o con su exabrupto. Y si tienen muerte, entonces se irán cayendo -como moscas- con el flit implacable de la indiferencia. No hay mensaje en esas okupas de Santo Martino porque la libertad, como el vuelo de las moscas, no lo tiene; simplemente se acepta el reto de vivir-sufrir-reír con ella o se tira la toalla y se suma uno al rebaño.
Por ahí camina, creo, por ese territorio de lo intangible abierto a todos los vientos, la grave ironía de Eduardo Arroyo. En ese rincón de Puerta Castillo se puede escuchar un grito de rebeldía. La ciudad previsible alcanza en el soplo de Eolo ese estremecimiento que proviene de intuir que es cierto que hay otra ciudad posible, alejada de las deleznables medias verdades, de los debates artificiales, de las componendas de la política de baja estofa, de este mercadeo infame que sigue sin saber ni querer situar a los mejores al frente de la tribu.
Al románico inmóvil de San Isidoro y al ladrillo de la vieja cárcel les han salido, enfin, unos parientes díscolos, símbolos de un tiempo desnortado que se aferra, como ese unicornio volcánico, a la tierra, a la naturaleza, y que sin embargo flota como una leyenda. Trae esa piedra rotunda reminiscencias lacianiegas que son el cordón umbilical que une al artista con León. Buen lugar, al amparo de ese unicornio con muletas, para renovar un filandón mitológico en el que no falte el polvo del cuerno milagroso por el que los nobles de la antigüedad pagaban auténticas fortunas convencidos de que era el remedio contra la muerte; aunque nadie haya llegado hasta aquí para certificarlo.
No hay mensaje pero algo nos dice allí que es obligatorio no quedarse quietos, que no es el tiempo de los mansos sino de los rebeldes y que todo está en nuestras manos. No pasen indiferentes bajo el unicornio (que no, que no se cae), ni se asomen a esa libérrima celda de cristal donde bullen las moscas sin reflexionar sobre lo que es, antes que nada, el grito de un espíritu libre, rabiosamente disconforme con los tiempos que le ha tocado vivir. Un grito deliberadamente sin mensaje, para que cada uno lo llene con el eco de sus dudas, sus miedos y sus esperanzas.