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Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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E ntonce s la plaza de Fernando Miranda de Ponferrada tenía un pequeño jardín. A un lado había unos bancos con árboles y al otro una gasolinera. Veníamos del colegio al caer la tarde, cogimos la costumbre de juntarnos allí para charlar. Ya no éramos niños, teníamos trece años, catorce algunos. Vivíamos en grupo, aunque todos éramos también, muy independientes. Se conjugaba la pandilla y lo individual. Porque había que forjar la propia personalidad, eso íbamos descubriendo. «Lo importante es ser distinto», nos decíamos en aquel curso escolar 1966-67. Luego bajábamos al tiempo real, no a los propósitos. Y lo que hacíamos sobre todo, cuando nos reuníamos, era criticar.

Habíamos descubierto el placer del espíritu crítico, algo que los púberes todavía no entienden. El gozo de la burla, la mirada de acero sobre otros alumnos, y sobre los profesores. Pero también nos abríamos ya a la política. Internacional, porque la nacional era la nada y el espanto. Nos gustaba hablar de Cuba, de Rusia, de lo que no sabíamos. Y de trenes y de padres. Para luego volver a la crítica. Vuelos por el tiempo, por el espacio, por nosotros mismos. En aquella plaza.

Por entonces vivían los padres, los abuelos; y había casas por todas partes donde nos querían y nos daban cosas. Había un barbero viejo que parecía del siglo XIX y que lo debía ser. Y niñas guapas, siempre lejos, demasiado lejos. Nosotros seguíamos con la crítica. El Criticón, decía Fernando Marné, recordando el libro de Baltasar Gracián que conocimos aquel año, en las clases que nos daba el padre Monroy.

Fernando era el más divertido y exagerado, el más original. Alguna vez, recuerdo, hablaba de su padre; lo admiraba mucho. Un día nos dijo que tenía en el banco 57.000 pesetas. Exactamente eso recuerdo ahora, con nitidez absoluta. Y nos preguntó que cuánto dinero tenían nuestros padres. Pero allí nadie sabía nada. «Por el estilo», le dije yo.

Nos separamos al poco: Fernando se fue a vivir a León y yo me fui interno a La Bañeza. No volvimos a coincidir hasta las vacaciones de Semana Santa de 1977. Entonces vino a verme desde León, con su primo Eduardo Prieto Marné, con quien yo compartía piso entonces, en mis primeros meses en Valencia. Pasamos unas horas en la zona alta de Ponferrada; sería la última vez que lo vi. Fernando ya era un gran aventurero, había estado en mil sitios. Dominaba las arriesgadas artes del alpinismo, y conocía la soledad extrema, el vértigo y el frío. A partir de entonces seguí sus hazañas. Leía su nombre en expediciones, en sueños cumplidos, en paisajes al límite. Y ahora he sabido su inesperada muerte en Andorra, que me ha dolido mucho. Porque era uno de los nuestros; porque pasamos juntos el tiempo del sol.

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