Diario de León

tribuna

Las palabras de la infancia siempre me acompañaron

Discurso de Andrés Trapiello, en la entrega de los Premios Castilla y León 2010.

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ANDRÉS TRAPIELLO. ESCRITOR. PREMIO CASTILLA Y LEÓN DE LAS LETRAS
León

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Lo primero que hice al saber que me correspondía escribir y leer este discurso fue pedir algunos otros discursos anteriores, de los que he copiado la primera frase que acabo de leerles, aterrado de olvidarme de alguien o de confundir un excelentísimo con un ilustrísimo, o a la inversa. No querría que nadie se llevara de mí una mala impresión, ya que hablo no sólo en mi nombre sino también en el de los compañeros a quienes han querido distinguir igualmente con este reconocimiento.

Es costumbre, me han dicho, que en esta clase de actos la tarea de los discursos recaiga en el escritor o poeta, acaso porque se piense que él lo dirá mejor o lo dirá más bonito, habituado, como se supone que estará, a bregar con las palabras. Pero lo cierto es que no es así, al menos en mi caso. De hecho, cualquiera de los premiados conmigo podría hacerlo, y lo haría igual o mejor, porque palabras, lo que se dice palabras, por fortuna, las tenemos todos. De eso se trata, de que no falten nunca las palabras.

Quienes hayan tenido la curiosidad de asomarse a alguno de los libros que he escrito, se habrán encontrado con una frase que me ha gustado recordar a menudo. La puso Cervantes en labios de Mahamut, en El amante liberal, una de sus novelas ejemplares: «Lo que se sabe sentir, se sabe decir». Dos cosas nos estaba insinuando Cervantes, a mi modo de ver: que el decir cae por su propio peso y que tanto o más que el decir, vale el sentir, y que decir sin sentir no significa nada, es sólo ruido, un ruido que a menudo da el pego, porque se presenta musical y melismático, pero nada más. Como música, se la llevará el viento. Diréis que las palabras también se las lleva el viento. No estoy muy seguro de esto. Más bien creo lo contrario. De momento a mí me han traído hasta aquí, hecho, no obstante, bastante insólito, al menos tal y como yo lo veo.

¿Por qué digo esto? El escritor es alguien que se ha preocupado más que de las palabras, de su sentir, y, más aún, del sentir de los otros, alguien que se ha parado a pensar y buscar el origen de un sentir que muchas veces ha sido, además, un «dolorido sentir». Ese trabajo lo ha hecho, casi seguro, apartado de todo, sin haber puesto el pensamiento en reconocimientos, por el gusto de la obra bien hecha, del trabajo gustoso. Así lo sentirán también, estoy seguro, quienes hoy me acompañan aquí para corresponder con gratitud a la generosidad de los jurados. Quería decir también que esa, la búsqueda del sentir y del sentido, habrá sido igualmente la razón de nuestra tarea. Y por lo que a mí respecta, he de añadir que en cierto modo el escritor no es aquel que habla por los demás, ni el que siente por los demás, sino el que expresa el sentir suyo y el de los otros y el que busca precisamente ese sentido que la vida no tiene. Por eso yo aquí no creo estar hablando en nombre de nadie en concreto, ni siquiera en el mío propio, sino, como decía Nietzsche, «para todos, para ninguno», y al hacerlo, al querer encontrarle sentido a la vida, tratamos de que lo tengan nuestros actos, incluidos aquellos que como este, azarosos y extraños, tienen su pizca de irrealidad.

Como he recordado estos días a algunas personas, llevo fuera de esta tierra muchos años, casi dos tercios de mi vida, lo que acaso les ocurrirá también a algunos otros de los que nos acompañan. Y sin embargo podemos decir que nunca nos hemos ido de aquí. ¿Habríamos podido? ¿Habría podido nadie? La edad que más le dura al hombre es la infancia, porque va con él hasta que se muere, tanto que a menudo acaba siendo el único lugar inexpugnable al que podrá acogerse. Y la infancia tiene que ver, claro, con la tierra, con el lugar donde nació, donde vivió esos primeros años. Pero es más que la tierra, es más que el lugar donde nació o vivió esos primeros años, la infancia es sobre todo el despertar a la lengua, al idioma, la infancia son unas pocas palabras esenciales, arraigadas, hondas, originales y signifi cativas, que no han perdido la magia, capaces de evocarnos por sí mismas toda la densidad sentimental, moral y experiencial de aquellos años, y que a menudo nos acompañan hasta el último día de nuestra vida. Y a la lengua todos llegamos igual, con el contador a cero, podríamos decir, sin que tenga nadie garantizado que las suyas vayan a ser palabras más hondas, expresivas, limpias y tocadas por la gracia que las de otro, por razones de raza, de sexo, de clase, de religión o de edad. La discreción es un don, y el ser discreto, sí, una gracia. «Todo lo sabemos entre todos», contaba don Francisco Giner que le había oído a un pastor soriano. Y todo lo contamos entre todos. Y esas, las palabras de la infancia, son las que me han acompañado a lo largo de mi vida, con las que he querido contar lo que llevo contado de este mundo, de la realidad visible y de la invisible. Con ellas todos vamos construyendo esa verdad única e inalcanzable, respetuosa y calladamente casi siempre. Porque esa verdad es un trabajo largo y paciente, tan largo como las horas de un niño, que se le hacen eternas, y pacientes como su propia impaciencia, que sufre sin que le dañe. He vivido lejos de esta tierra, sí, pero, como vosotros, he vivido pegado a esas palabras, a menudo comunes a las vuestras. Por tanto, he seguido aquí todo este tiempo, dando fe de ellas en libros publicados lejos, recordando a quien ha querido oírlo de dónde era, de dónde había venido. Pues ese es otro de los cometidos del escritor, el de recordar lo que se olvida, incluso al que no lo sabe. El escritor ha de recordar a menudo cosas que no gustan ser recordadas, por muchas razones, casi siempre porque el hombre es el único ser de la creación al que le distingue no sólo el habla, sino la mentira. Y al escritor le pedimos unas veces que nos recuerde las cosas como fueron y otras como deberían ser, porque no nos gusta como son. Y he de deciros, y lo sé por experiencia propia, y lo digo en esta ciudad de Valladolid en la que pasé cuatro de los más importantes años de mi vida, que no siempre lo que se recuerda, se recuerda a gusto de todos ni lo que se fantasea, se fantasea a gusto de todos. No digo más. Tan poco hombre de discursos soy que ya estoy pensando en llegar al fi nal. He empezado citando a Cervantes y me gustaría acabar con unas palabras de don Quijote, célebres por haber resumido, mejor que otras, y con humor, todo lo que viene envuelto con los premios. Quienes me conozcan un poco habrán pensado que era raro que me despidiese sin citarlas: «... procure vuesa merced llevar el segundo premio; que el primero siempre se lleva el favor o la gran cantidad de la persona; el segundo se le lleva la mera justicia; y el tercero viene a ser segundo [...], pero, con todo esto, gran personaje es el nombre de primero». Siempre me ha parecido un sanísimo ejercicio el de pensar en nosotros sin afectación, y a ser posible con humor, que es el idioma de la inocencia, tal y como nos enseñó Cervantes, sobre todo para días como este en el que la fortuna ha querido vestirle a uno de gran personaje en este no menos Gran Teatro del Mundo. Seguro que como yo hay otros aquí que saben que este «nombre de primero» es un traje prestado, y que por eso mismo cuidaremos de él con todo mimo hasta el año que viene, cuando hayamos de pasárselo a los que vengan y a muchos más, ya que este es, además, y esto se me había olvidado decirlo, un traje que nos viste a todos.

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