AL DÍA
Pisadas en el hormiguero
No es cierto que todo el mundo quiera huir: solo tienen ese propósito los que residen en algún sitio y creen que existen otros me jores. Las revueltas árabes, que están viviendo su prólogo, pero tendrán muchos capítulos si Alá no lo remedia, han determinado una ola de inmigrantes sobre la decrépita y sagrada Europa, «vistosa cara del mundo», en opinión de Baltasar Gracián. Al parecer aquí se congregó la gente más evolucionada de la especie humana, pero se dieron las batallas más destructoras. El siglo XX fue llamado «el siglo de las guerras», en terrible competencia con las que se sucedían en cualquier otro lugar. Intentando, naturalmente que en vano, descifrar su esencia, Michelet dijo que Inglaterra es un imperio, Alemania es una raza y Francia una persona. Pues bien, ahora los franceses quieren impedir el paso de trenes, cosa que vulnera los principios básicos de la Unión.
De fuera vendrá quien de tu casa te echará, previene nuestro sabio y tétrico refranero. La verdad es que aquí no cabemos ya ni los de dentro, con casi cinco millones de parados oficiales, y esa estadística afecta mucho al sentido de la hospitalidad. Francia ha reaccionado antes y más egoístamente y se dispone a no permitirle a la entrada a los inmigrantes irregulares, por más documentos que les faciliten en otras naciones. Lo que ocurre, para que lo entendamos todos, incluso los que somos más tardos en comprender, o sea, en penetrar en la esencia de las cosas, es que cuando se pisotea un hormiguero humano se ponen en movimiento y bullen más damnificados de los que componían el conjunto. La llamada «ola de inmigrantes» se ha convertido en tsunami.
Los más importantes cerebros europeos, que quizá entre todos no sumen una buena cabeza política, recomiendan «mano dura». Nicolas Sarkozy, al que no se le puede exigir que sea Napoleón, aunque también esté algo loco, se dispone a tapiar fronteras. Le imitaremos. Para pasar hambre no es de buena educación invitar a nadie.