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Publicado por
josé a. balboa de paz
León

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S igno de contradicción es el título del libro del cardenal Karol Wojtyla que recoge las meditaciones que predicó, como ejercicios espirituales, ante el papa Pablo VI en 1976. Tomando como hilo conductor las palabras de Simeón, cuarenta días después de la Natividad de Jesús, en las que anuncia a María cómo su hijo será en Israel signo de contradicción y cómo a ella una espada le atravesará el corazón, el futuro papa resume en treinta y dos profundas meditaciones el misterio de Cristo y de la Iglesia. Esas palabras de Simeón, dos mil años después, no han perdido actualidad: Jesús sigue siendo signo de contradicción, pues respecto a su persona (Dios, hombre; Dios y hombre) se posicionan unos y otros para defenderlo o atacarlo; y María, es decir la Iglesia, aún es atravesada por la espada del menosprecio, cuando no de la persecución.

El polaco Karol Wojtyla, Juan Pablo II, que ayer fue beatificado por el papa Benedicto XVI con la presencia de más de un millón de fieles que ondeaban banderas de decenas de países, quiso poner en el centro de sus preocupaciones pastorales esos signos de contradicción: el oscurecimiento de Dios en la vida diaria y el laicismo que margina la religión en la sociedad. Conocía de primera mano los dos grandes totalitarismos del siglo XX, el nazismo y el comunismo, con su desprecio hacia Dios y su ateismo militante, y venía de una tierra de fe en la que la Iglesia era perseguida y aherrojada. También conocía el mundo de occidente con su opulencia, hedonismo y desigualdades; con su miedo a la fe y su pobreza espiritual. Todos sus años de papado fueron una lucha constante, agotadora, contra el relativismo para iluminar el mundo con la verdad de Dios, e infundir fe y esperanza -”«no tengáis miedo»-” a una Iglesia angustiada y desesperanzada.

En esta labor, en la que chocó con muchos por diferentes razones, resultó también ser signo de contradicción. Por eso algunos, incluso dentro de la Iglesia, discuten la beatificación; pero el pueblo lo santificó desde el mismo momento de su muerte, con aquellas pancartas que llenaban la plaza de San Pedro en las que pedían: «¡Santo subito!»; la Iglesia lo ha hecho a su debido tiempo. En ambos casos, la santidad no es el mysterium fascinosum de R. Otto, lo numinoso, lo absolutamente otro; ni siquiera es, en un sentido popular, el hombre moral que, por sus virtudes, está muy cerca de Dios y por ello merece veneración. No, lo que los fieles ven en Juan Pablo II es a un hombre humilde que perdonó y pidió perdón, a un hombre de fe -”«beato por la fe», dijo ayer Benedicto XVI-”, ejemplo de vida entregada a los demás, incluso hasta la extenuación, por amor a Dios y bajo la protección de la Virgen. Juan Pablo II es una figura gigantesca para la Iglesia, que lo recuerda con gratitud.