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Publicado por
JOSÉ LUIS GAVILANES LASO
León

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Hace unas pocas fechas, guardaba cola yo ante una de las ventanillas de la antigua estación de Renfe. Mientras me llegaba el turno, tuve que desplazarme un instante a una máquina al lado por el ticket indispensable para sacar el billete. Nada más reincorporarme a la fila, oigo a espaldas una gruesa voz femenina, como salida de un micrófono de campaña electoral, reconviniéndome a que me pusiese al final de la misma. Esa voz-¦ Volví la vista atrás y, efectivamente, era la misma que unos días antes había visto gritar en el rastro dominguero: «¡Vaya calcetines que «sustraigo»!» Al hacerle valer educadamente mi derecho a ocupar el mismo lugar, se despachó fiel a su timbre de voz acostumbrado, tomando un sesgo soez y agresivo que hería el gusto y el oído. Recurrí entonces a lo que debería acallarla, esto es, a la confirmación de las personas que estaban a mi lado. Pero ambas, para mi sorpresa, hicieron un mohín como no queriendo saber nada. Hasta que conseguí el billete, tuve que soportar los ininterrumpidos improperios de aquella rabalera, en medio de inconmovibles espectadores de ambos sexos y distintas edades como si asistiesen calladamente a una función cinematográfica.

La atmósfera que hoy respiramos nos empuja a contemplar que lo que ocurre a nuestro lado no es cosa nuestra, que no tenemos por qué dar explicaciones ni nadie es quien para pedírnoslas. El derecho del espectador es a seguir siéndolo: «eso no es problema mío, sino de usted», de modo que «a mí no me diga nada, que yo también he sufrido mucho». Con ser malvados los que se aprovechan de los demás, los espectadores son aún peores, porque para ellos todo lo ajeno acontece como en la proyección de una película, o lo que me sucedió en la estación de Renfe. Pagan su localidad y ello les da derecho a un sitio preferente para disfrutar del espectáculo, pero sin participar en él. En nuestra sociedad actual hay demasiados espectadores y cada vez menos protagonistas. Y lo que es peor, estamos en un momento en que la libertad está reservada para quienes ejercen la violencia (de mano, de palabra, etc.) o para quienes miran a otro lado. No parece haber una tercera posibilidad, salvo casos excepcionales. Siendo más precisos, los que miran para otro lado, no es que estén ciegos, porque ven, pero es más cómodo girar la vista y no ver. «El miedo guarda la viña, que no al viñatero», dice el sabio refrán cuando alguien tiene miedo a realizar algún acto que pueda poner en peligro su integridad.

La conclusión es que la gran tragedia de nuestra sociedad avanzada, consumista, hedonista y campeona del mundo de fútbol, es que el «pueblo» se ha convertido en «público», esto es, pasivo contemplador del espectáculo, que prefiere mirar a intervenir. Dirigidos y constantemente alarmados, nos mostramos como inermes a las manipulaciones e imposiciones, mientras siguen en la impunidad los verdaderos causantes de los males, los que todo lo mueven, todo lo saben y todo lo controlan. El conformismo y la apatía ante lo inevitable se ha convertido en regla. La indiferencia social, pauta de la mayoría silenciosa, se debe a que la gente tiene miedo y trata de disfrazarlo de múltiples maneras. «Te comprendo, sí, pero quiero mantenerme al margen». La disculpa de esa cobardía es que el callar evita males mayores. Oye, ve y calla. La mayoría de los humanos nos ubicamos en esa tridimensional zona gris de indiferencia moral.

Reflexionando sobre todo esto, me ha venido a la memoria la película «El incidente», film de 1967 dirigido por Larry Pearce y protagonizado por Martin Sheen y Tony Musante. Dos jóvenes gamberros entran en un vagón de metro de Nueva York con la intención de provocar el pánico entre los pasajeros. El vagón lo ocupan unos ciudadanos comunes de diversa edad y sexo representativos de varias capas y estratos de la sociedad, mostrándose por igual amedrentados e incapaces de enfrentarse a los violentos. Los tímidos conatos de protesta e indignación de los viajeros resultan fácil e inmediatamente sofocados por los dos malhechores.

Desde el principio hasta el fin, la película es metáfora de una sociedad anestesiada, incapaz de indignarse y reaccionar ante los abusos, atropellos y saqueos de que es objeto. Contemplado ahora este fenómeno desde una perspectiva frívola, recuerdo la cáustica humorada del gran Gila: «Vi un par de individuos que le estaban dando una bestial paliza a un hombre viejo e indefenso ¿Me meto o no me meto? Por fin, me metí, y entre los tres le dejamos medio muerto».

El miedo es consustancial al ser humano y nos acompaña durante toda nuestra existencia. Pedro Muñoz Seca, poco antes de morir fusilado por los milicianos republicanos, les dijo: «Podéis quitarme el dinero, el reloj, la vida-¦, pero hay algo que no me podéis quitar, el miedo que tengo». Existe el miedo a quien ostenta el monopolio de la violencia física, pero también a quien puede ejercer cualquier otra clase de violencia o coacción: económica, de palabra, afectiva-¦y, por tanto, de quien pueda hacernos daño. Hay que evitar que el poderoso encuentre pretextos para abusar del débil y que éste convierta su resignación en un vicio casi festivo. El poderoso comete actos injustos gracias a la indiferencia, el silencio, la apatía o cobardía de muchos; y el espectador se caracteriza por su tendencia a desconectar, distraerse, evadirse, no pensar ni «meterse en líos», en constante actitud pasiva, de indiferencia y resignación ante todas las manifestaciones del mal. Pero habría que decir con Epícteto de Frigia: «De lo único que hay que tener miedo es del propio miedo». Por todo lo expuesto, no puedo menos de ver con gran simpatía y esperanza esta reacción de los jóvenes indignados que no quieren ser ya meros espectadores de lo que ocurre a su alrededor, a los que dedico esta tribuna y doy todo mi incondicional apoyo.

Persistid y obligad a aquellos que hacen de la política su profesión, que no va a ser para crecer, sino para renunciar. Y como dijo sabiamente nuestro inmortal Antonio Machado: «Haced política, o la política se hará contra vosotros».