Diario de León
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manuel alcántara
León

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A los indignados le exigen que se vayan a indignarse donde no les vea nadie. Si protestaran en los arrabales donde la ciudad pierde su nombre, allá donde los topógrafos populares aseguran que Cristo perdió el poncho, no tendrían ningún problema. Tampoco hubieran hallado dificultades si se hubiesen decidido a manifestarse de noche y en silencio. Lastimosamente han preferido hacerlo donde desembocan las arterias de las ciudades, que todas tienen su corazoncito. Está habiendo palos para más de un sombrajo. La plusmarca la han batido los Mossos, siguiendo las instrucciones del conceller de Interior, Felip Puig, que no dejaban ningún margen para el equívoco. Ordenó usar la fuerza y fue obedecido. Total: 84 lesionados entre los manifestantes y 37 agentes. Ningún muerto.

Algunas imágenes muestran su preferencia por golpear a los paralíticos que se sumaron el descontento, quizá porque constituían un blanco casi fijo. Todo el mundo tiene derecho a padecer ese estado de ánimo o más bien de desánimo que precede a la indignación y que es terrible cuando explota. Los juristas dicen que los manifestantes invaden derechos de otros ciudadanos. De la misma opinión son los comerciantes de los alrededores de la Puerta del Sol. Los acampados les están llevando a la ruina, que es un callejón de muy difícil salida. Cualquiera va a Lhardy a tomarse una croqueta. Hay que escoger otro lugar, aunque sea menos céntrico y tenga menos historia.

Algunos veteranos disidentes basaron sus carreras políticas en haber corrido delante de los grises, no en haber estado en las mazmorras donde era imposible hacer ese ejercicio. Allí estaban otros, como Marcelino Camacho, al que le hicieron fijo. Estos acampados persiguen otros objetivos, menos concretos, pero los guardias también forman parte del proletariado. Les arrean a los suyos. Y el miedo no les es ajeno, aunque lleven casco. Puede incluso que algún hermano, algún vecino, o algún hijo suyo esté entre los de enfrente, que siempre son más.

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