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Publicado por
antonio papell
León

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E l movimiento del 15-M, variado y heterogéneo, es con toda evidencia una respuesta inorgánica a la desafección política que se ha extendido en los últimos tiempos, y que hay que atribuir a la mala calidad general de la clase política, más chirriante y visible si cabe en momentos de grave crisis económica, que exigiría respuestas más creativas para mitigar en lo posible la situación de penuria que aqueja a una parte cada vez mayor del cuerpo social. El movimiento en cuestión es espontáneo y resume experiencias y proyectos autóctonos y foráneos de contestación e innovación políticas de carácter pacífico, al margen de los partidos políticos, de las organizaciones sindicales y de las instituciones en general. Y hasta el momento, el 15-M ha desarrollado una actuación tendente a reforzar su presencia, primero mediante acampadas, después a través de movilizaciones, concentraciones y manifestaciones. Y ya se hacen cábalas sobre otras iniciativas como una posible huelga general o un referéndum todavía sin concretar. Y la principal constante del movimiento, que se desarrolla por procedimientos asamblearios, es el rechazo sistemático a salir de su ostracismo institucional para aproximarse a la política real, a las instituciones del sistema parlamentario y constitucional. En concreto, los indignados no quieren saber nada de los partidos, al menos de los más grandes, ni creen pertinente aproximarse a ellos ni buscar su comprensión o su apoyo, Resulta, pues, que si las propuestas del 15-M son en buena parte atendibles y significativas, sus intenciones son confusas ya que no acaba de entenderse cómo piensan canalizar su presión.

El parlamentarismo es ante todo un régimen de partidos políticos. Y el hecho de que éstos estén anquilosados, sean endogámicos y su reconcentración les impida estar atentos al pulso del país no cambia las cosas: simplemente, sugiere la necesidad de una profunda renovación de esas estructuras que son cauce principal de la representación política. Y ello habría de hacerse mediante la incursión en la política de los ciudadanos más concienciados, de las personas dispuestas a asumir un compromiso político personal, en las formaciones partidarias, abriendo camino entre la resistencia de los instalados, promoviendo nuevos mecanismos de democracia interna, estrechando los vínculos entre partidos y sociedad civil. Si los indignados optaran por recorrer ese camino, prestarían un gran servicio a la democracia y al país. En su actual posición, sin duda actuarán a modo de conciencia crítica de la comunidad, pero es muy dudoso que consigan realmente cambiar las cosas: la democracia parlamentaria, el menos malo de los regímenes políticos según la conocida definición de Churchill, tiene muchos adictos en este país. Tantos, que resulta ingenua cualquier pretensión revolucionaria, pacífica o no.

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