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Publicado por
María Dolores Rojo López
León

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Nuestros hijos se deslizan, con verdadera rapidez, desde la niñez a la adolescencia sin que apenas nos demos cuenta. Nos encontramos, casi de inmediato, cambiando los horarios del parque por los de llegada de fin de semana. Pasamos de reír y jugar con ellos a chillar, repetir y rabiar por su falta de obediencia, su desorden y su rebeldía. Saltamos en el tiempo, de contar un cuento a que nos lo cuenten ellos y demasiadas veces, nos equivocamos al pensar cómo es su vida fuera de la casa o de qué forma se comportan cuando no los vemos. Les hemos acostumbrado a las prisas, a organizarlos por &lauqo;control remoto». A tener el móvil como un compañero seguro que nos hace creer capaces de controlarlos en todo momento. Damos todas, o gran parte de las instrucciones, a distancia y repetimos sin cesar consignas que no cumplen porque saben que tienen tiempo suficiente de continuar escuchándolas hasta que verdaderamente nos enfademos. ¿Para qué van a apagar el ordenador o la televisión a la primera vez que nos escuchen si tienen otros veinte minutos gratuitos hasta que lo hagan efectivo? Cuentan con nuestra infinita paciencia no resolutiva. Nos sobra teoría y nos falta capacidad ejecutiva.

Los tenemos inmersos en un frenético día desde que éste comienza. No tenemos tiempo para nada de lo que a ellos les importa, expresamos mal el afecto que les tenemos y menos aún nos acercamos para demostrárselo. Sonreímos poco y si nos piden algún tiempo nuestro para sí, siempre tenemos algo urgente que nos lo impide. Nos mostramos estresados continuamente por cosas que ellos no pidieron y con las cuales creemos compensar la presencia que no les damos. Tienen más y mejores teléfonos móviles, ropa de marca y aparatos electrónicos que les hacen vivir en una sociedad virtual acotada por la brevedad de los contactos y donde se premia, como logro, la conquista de la variedad y cantidad de ellos. Nos esforzamos, a veces en vano, por acercarnos a lo que intuimos sus problemas, sin resultados efectivos que nos permitan orientarles sobre lo que les pasa. Pero sobre todo, sufrimos una impotencia fatal cuando reaccionamos ante lo que hemos vivimos en nuestra propia adolescencia, basada en el rigor de las normas y la rigidez de su cumplimiento, dándoles toda clase de facilidades que ayudan más a perjudicarles que a colaborar en su madurez. De ahí que inconscientemente creamos, y les hayamos transmitido, que la felicidad viene dada por medios externos, que quien tiene más es más feliz y que, aparentemente, los mejores resultados se logran sin esfuerzo.

El rumbo que ha tomado la sociedad tampoco favorece una educación del crecimiento personal. La impaciencia que gobierna sus vidas les lleva a no saber aburrirse, a una extraña hiperactividad delante de la pantalla del ordenador, del móvil o del ipod que lejos de integrarlos en la familia los aísla en un mundo propio al que solamente tenemos acceso por los gestos de su rostro cuando sonríen, ciñen la frente o se cambian de habitación para hablar con comodidad. No están acostumbrados a la espera. Lo quieren todo y de inmediato. Las herramientas con las que trabajan se lo ponen fácil. Google consigue toda la información que necesitan en un instante. Los mensajes de texto, instantáneos; los comentarios en twenty, facebook o twiter, acelerados y encabalgados. Todo fugaz, todo transitorio. Se aburren pronto y continuamente cambian de objetivo, porque de otra manera no les interesa el esfuerzo. A todo lo cual debemos añadir el sentimiento de culpabilidad que experimentamos, algunos padres, por no estar con ellos el tiempo que deberíamos por lo que, tal vez, los gratificamos demasiado. Otro asunto que empeora la situación es el mensaje que recibimos los padres de tratar de ser amigos de nuestros hijos, todo el tiempo. Lo entendimos como dejar de ser autoridad para colocarnos a su lado como colegas, no colocando límites para ganarnos su confianza. Esta situación genera una falta de tolerancia hacia la frustración, cuando llega, y un no querer aceptar la autoridad y los límites que nunca han tenido o han sido muy débiles.

No se trata de dirigir todos sus pasos, ni de controlar todas sus relaciones. Los límites y las reglas deben ser pocos, claros y puntuales. Nuestro papel de padres no puede limitarse al control de la obediencia o a la instigación continuada, pero sí debe expresar que nos importan, que estamos pendientes de ellos y que confiamos en el criterio que nos demuestran. Hemos de perder el miedo al conflicto. Debemos preguntar sin temor, pero también estar preparados para aceptar respuestas que no nos gusten y que posiblemente discrepen de lo que queremos enseñarles. En este caso lo más efectivo es esperar una oportunidad mejor para reconducir su actitud hacia lo que pretendemos transmitirles. Hacemos lo posible por no sufrir y que no sufran y de ser así, que pase lo más breve y leve posible. Por eso, evitamos tocar temas complicados o sancionar y si lo hacemos, raramente estos castigos llegan al final por lo que nuestra consecuencia, con lo que pretendemos, deja mucho que desear.

Para dar a esta generación el temple que les falta deberíamos basarnos en tres referentes: darles responsabilidades y deberes de vida, no solo académicos; concederles la libertad no de «hacer lo que se quiere», sino de implicarse en su vida queriendo lo que se hace y, por último, educar su fuerza de voluntad. No pueden lograrse estas metas sin ser coherentes en las pautas de educación que debemos seguir todos los adultos implicados en sus vidas. Bastan acuerdos sencillos, decisiones firmes, ausencia de desautorizaciones y uniformidad en los criterios de referencia a aplicar como normas entre todos los que somos significativos en su formación. La educación de la voluntad no se logra facilitándoles la vida, sino tal vez, al contrario, poniéndoselo difícil. Así los premios deben ser gratificaciones que demuestren que las recompensas hay que ganárselas y que comprendan, con ello, que a lo largo de la vida nada sale regalado. Que todo lo que cuesta lograr para madurar tiene un gran valor y sobre todo, que el mejor galardón está en el propio camino al demostrarse que son los únicos dueños de sí mismos y de su propia vida.