TRIBUNA
En gratitud a Vicente Pueyo
Al atardecer, llamo al Diario de León -después de un viaje por el Norte de África- y pregunto por Alfonso García. «No está pero le paso con su hija», dice la voz del otro lado con acento leonés -mi acento-". A Elena, le comento lo que me dijo Vicente Pueyo, antes de marcharme, para que su padre reseñara mi última obra, y añado con premura: «No me pongas con él, por favor, que estará ocupado... y no quiero...». Y, entonces..., el golpe, que te deja cabizbaja, un suspiro suspendido, una pena honda que roza, como un ala rota, mi frente.
No volveré a escuchar tu voz, queda, murmullo de arrollo, susurro de viento entre chopos. Y mi boca, silenciada, que te nombra. Y tú que escuchabas, con paciente bondad, mi anhelo en ese deambular ensoñado por León. Y tú que comprendías, con infinita sensibilidad, mi vocación literaria que llevo enclavijada a mi alma. Tú que generosamente aceptaste que mi escritura -en ese diálogo con una misma y en ese combate de momentos lúcidos, felices o dolorosos- se derramara por ese periódico, que amo.
«Hace mucho que no llamas y que no mandas algo al Diario», decías. Y en el reproche había calidez, ternura, elegancia -pero tu sabías bien que el trabajo es un devorador de nuestro tiempo-. Nadie mejor que tú, para saber que el sueño y la vida corren juntos, taraceados en el mismo paño. Nadie mejor que tú, para comprender que la verdadera literatura forma parte de lo pasional y de lo subjetivo porque explica sencillamente la pasión del mundo y de los otros a través del cuerpo. Nadie mejor que tú, para saber que la escritura es la sublimación de la palabra. Nadie mejor que tú, para saber que la escritura es un acto de vida, y que la vida se despliega en la escritura al igual que el paisaje, la sucesión de las estaciones, el vagido de un niño, la incertidumbre del adolescente, la belleza de la juventud -"la belleza de tu hija, Vicente.
Ahora también sabes que los cementerios no duermen del todo, tienen sus sueños callados. Y que en el mismo instante que la muerte llama, un niño la vida reclama. Y que la muerte es sombra del hombre sin equipaje.
Somos seres -memoria en el río de los instantes. En el periódico, late ya por siempre tu espíritu -tu bien hacer-, y el eco de tu voz se deshilvana ya entre las frías montañas leonesas, que amaste. En tu familia: el bálsamo de tu recuerdo, Vicente.