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Publicado por
León

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C uando afronté el proyecto, felizmente llevado a término, de confeccionar una Historia de la Literatura Portuguesa (Cátedra, 2000), topé con la ingerencia del factor político, al igual que le ha ocurrido a todos aquellos que han abordado la historia de las literaturas española, francesa, inglesa o alemana, esto es, literaturas escritas en la misma lengua, pero en unidades políticas o naciones con distinta bandera e himno.

«Mi patria es la lengua portuguesa», dijo el polifacético poeta portugués Fernando Pessoa. Y en el mismo sentido se expresó más tarde Francisco Ayala. Si la patria del escritor (del escritor en cuanto a tal) es su lengua, entonces, ¿por qué todos los escritores que se expresan en un idioma común no constituyen una literatura única? Formulada la ideología nacionalista por el romanticismo alemán a principios del siglo XIX, cifraba en el idioma, como es sabido, la expresión más genuina del espíritu nacional, reclamando para cada nación un Estado independiente y soberano. Pero la relación entre nación e idioma es muy incierta, muy variable, conforme se llega al terreno de la práctica. Los pueblos se han enredado en divergencias dando lugar a nacionalismos, hasta el punto exagerado de postular literaturas nacionales cuyas aspiraciones de índole política son en todo ajenas a la literatura. Del mismo modo que oímos hablar de literatura brasileña, cabo-verdeana, mozambiqueña o angoleña, todas ellas bajo el rótulo «expresión portuguesa», oímos hablar de literatura argentina, chilena, cubana, colombiana, peruana, mejicana, etc., aglutinadas en el sincretismo de «Hispanoamericana», por contraste con España. Con la literatura portuguesa se ha dado, además, un hecho singular. En un período de su historia, con arranque en el XV y continuado en los dos siglos siguientes, el castellano comenzó a seducir a los escritores portugueses por un conjunto de circunstancias de diversa índole extrínsecas a la propia lengua. El fenómeno del bilingüismo contagió a escritores de la talla de Camµes, Sá de Miranda o Francisco Manuel de Melo, en virtud de causas ajenas a menosprecio de la lengua vernácula. Si muchos escritores portugueses fueron acusados de «heterodoxos» por utilizar el verbo castellano, no fue en absoluto porque la propia lengua no hubiese alcanzado ya altura suficiente para conformar lingüísticamente la realidad, tanto en la poesía como en la prosa, sino fundamentalmente por las circunstancias políticas del momento. Sin embargo, a excepción de Gil Vicente y Jorge de Montemayor, los manuales de Literatura Española no suelen comentar la obra de autores portugueses escrita en español.

Por lo que respecta al Estado español, las consecuencias de la guerra civil hicieron problemáticas las relaciones dentro del ámbito de la lengua, al amordazar a un sector de la intelectualidad peninsular, expulsando a otro muy considerable, condenándolo y dispersándolo en el exilio. La ideología y la práctica del franquismo, con su rancio tradicionalismo ahistórico, tenía que despertar reacciones de antipatía en el continente americano. A Francisco Ayala no le cabe duda que las falsas pretensiones de hegemonía, aun reducidas a la inocuidad de la mera retórica, debieron acentuar las posiciones de ese nacionalismo cultural que en los países hispanoamericanos se había constituido ya a su vez en una cierta tradición «antiespañola», gemela de lo que en la Península se denominaba la «anti-España». No podían dejar de causar irritación en aquellas tierras la proclama de Nebrija: «la lengua compañera del Imperio», por más que la inanidad a que España estaba reducida por las potencias del mundo actual le diera una dimensión grotesca. Eran tiempos en que la lengua castellana, además de su arrogancia imperialista, se aplicaba a oprimir y reprimir otros idiomas vernáculos de poblaciones peninsulares. Y no es sorprendente que éstos, principalmente el catalán, fueran usados también por su parte, como instrumento político en la lucha contra el régimen.

Desde aquellas fechas hasta hoy las circunstancias han cambiado mucho. Cabe destacar el deslumbramiento un tanto ingenuo que experimentaron los escritores peninsulares al descubrir la obra de creación literaria producida en nuestra lengua común fuera de las fronteras del Estado español durante el apagón cultural del franquismo, esto es, el boom mundial alcanzado por la novela hispanoamericana, al tiempo que en España empezaba a aflojar el cinturón de hierro de la dictadura. Ahora, felizmente, nos encontramos instalados en la democracia. En cuanto se refiere a la básica comunidad literaria fundada sobre la lengua castellana -”esta república de las letras de que somos ciudadanos todos los que cultivamos el español, cualquiera que sea la ciudadanía civil de cada uno-”no parecen existir discrepancias. Si bien, no faltará quien quiera remontar los orígenes de la literatura guatemalteca a los mayas, la mejicana a los aztecas, la peruana a los incas o la andaluza a los árabes; pero estas fantasías traslucen demasiado la inevitable intrusión de factores políticos -”en su caso, de la ideología política-” en el campo de la creación poética. Si el Estado ha usado el lenguaje como instrumento de unidad nacional, esto es, el castellano, por otro lado, los nacionalismos surgentes, o insurgentes, se apoyan en el idioma local para sustanciar sus reivindicaciones políticas. De ambas cosas tenemos por la piel de toro ejemplo abundante. Es verdad que en lugar de perseguir y oprimir los idiomas peninsulares distintos del castellano como el régimen anterior hacía, ahora los poderes públicos los reconocen y respetan. Pero esta nueva política, sin duda sana y correcta, ha dado lugar a actitudes de fomento paternalista e incluso a presiones revanchistas. Es el caso del llamado «reintegracionismo» gallego, que, por razones de nacionalismo político, quienes lo cultivan se consideran hoy más ligados a la lengua portuguesa que a la española. De manera análoga a lo que ocurre en la región valenciana, donde muchos se resisten a aceptar que su particular idioma pertenece al área lingüística del catalán. Es innegable que en ambos casos prevalece la razón política sobre las realidades histórico-culturales.