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Crímenes en el trabajo

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N ada bueno esperes del género humano, lo demás es ganancia para la especie. Tengo por costumbre disparar a bocajarro esta suerte de sentencia como bienvenida a los alumnos de criminología el primer día de clase en la universidad. Luego, ante las caras de perplejidad, les alivio la desazón dejando ca er unas gotas de certidumbre con un, «cabe, no obstante, lugar para la esperanza». Los que por oficio trasegamos en el campo de la criminología, la criminalística o las ciencias forenses, entre otras disciplinas, sabemos que el hombre actúa como un auténtico lobo sapiens para los suyos. Suelo repetirlo a menud, no sin cierta pesadez, pero así es de cruento el teatro de operaciones de la vida. La violencia forma parte intrínseca de nuestros genes. Nacemos a la defensiva-ofensiva y únicamente la socialización y las normas, incluidas las coercitivas, logran que esa tendencia natural al sometimiento ajeno desaparezca o, al menos, no se manifieste cruelmente o esté dentro de los cánones. Pero hay excepciones, como es lógico.

En cuanto a los crímenes en el marco laboral, profesional o empresarial, que verdaderamente es a donde quiero llegar sin más rodeos en este texto, han sido formas habituales de transgresión contra la vida. Quien tiene el propósito de matar en esos escenarios posee un amplio terreno por delante. Lo vemos a menudo en los telediarios y en la prensa. Robos, codicias sin freno, traiciones, rivalidades, chantajes, fraudes, ajustes de cuentas, trastornos de la mente, errores fatales y otras pasiones humanas desatadas son algunas de las incontables causas que pueden conducir al homicidio en el lugar de trabajo o en el ámbito profesional. Con esos mismos precedentes laborales se ha acreditado, en no pocas ocasiones, la contratación de asesinos ocasionales a sueldo o sicarios por parte de terceros.

León no ha sido una excepción en el catálogo de crímenes en el trabajo o como consecuencia de su desarrollo. No hace mucho, Diario de León publicaba un amplio reportaje de homicidios y asesinatos históricos en la provincia, que en algunos casos venían a ser, en efecto, muertes de naturaleza laboral. Citaremos a modo de breve reseña, pero alejándonos del morbo, al taxista José Miguel Merayo, muerto de un tiro en la cabeza cuando uno de los pasajeros que llevaba en la parte trasera de su taxi le disparó inopinadamente con el único fin de apropiarse de la recaudación de la jornada. José Segundo Sen Vélez, industrial de Cistierna, perdió la vida a consecuencia de las puñaladas sin sentido que le asestaron a la puerta de la discoteca que regentaba en la localidad montañesa. El llamado crimen de la calle Colón es otro caso evidente de homicidio en el trabajo, en el que murió la septuagenaria María González Rodríguez a manos de su asistenta a la que había despedido unos días antes. Pero sin duda el hecho más escabroso acaecido en tierras leonesas fue el de Covadonga Sobrino, conocida popularmente como la descuartizadora del Portillo, que mató a Carlos Fernández en el bar que administraba, esparciendo luego su cuerpo troceado por diferentes partes de la provincia. Y por supuesto no se puede dejar de mencionar el crimen más reciente y doliente que ha convulsionado a la sociedad leonesa, el de Marta Villayandre, a quien unos ciudadanos latinoamericanos dieron muerte alevosa en una cita-trampa con el objeto de sustraerle el muestrario de alhajas que la mujer portaba como joyera profesional.

Dicho esto, y como no se trata de trazar aquí un listado de tragedias sin más, en realidad quiero traer a colación como referente de indudable interés para el mundo del laboro y la criminología, el hecho de que el TSJCyL emitió en 1998 una sentencia, ya firme, en la que calificaba el asesinato de una mujer como accidente laboral, al haber sido perpetrado dentro de la jornada y en el centro de trabajo de la fallecida. Fue el primer veredicto judicial de estas características dictado en España.

No obstante, ya sea en éste o en otro tipo de escenario criminológico, la sempiterna sombra de la impunidad suele planear desde la noche de los tiempos en el horizonte luctuoso. De alguna manera forma parte de la leyenda urbana que alimenta la crónica negra y el morbo ancestral tan presente y consumido en la sociedad española, a pesar de que todos los casos que hemos citado han sido resueltos por la policía, aunque siempre puede existir alguno pendiente de esclarecimiento final.

Precisamente, al hilo de esa impresión de indemnidad en el murmullo callejero, Fiodor Dostoievski pergeñó el homicidio perfecto en su imperecedero Crimen y castigo , allá por 1866, con el fin de darle al pueblo el ahora llamado efecto Barrabás, de reciente acuñamiento como tal, y que se resume en una especie de -˜tú que puedes-™. La teoría del delito sin punición tomó cuerpo en el joven protagonista de su novela de corte psicológico, quien, después de dar muerte a la anciana usurera para apropiarse de sus caudales, logró esquivar la ley. Pero el plan de Rodion Raskolnikov, personaje malhechor en la obra polisémica de Dostoievski, tenía una gotera apenas perceptible: había descuidado su conciencia, que a la postre le pidió resarcimiento y le delató ante la policía.

No parece que, al menos de momento, ese sea el desenlace de los casos abiertos y con la etiqueta urbana de crímenes insondables, enigmáticos, misteriosos o en vía muerta, incluidos por supuesto los acaecidos en el ámbito laboral. Así las cosas, los últimos informes de la Sociedad Científica Española de Criminología, los del propio Ministerio del Interior y la más pormenorizada memoria anual del Consejo General del Poder Judicial, autántica biblia para los criminólogos, nos muestran dos circunstancias importantes y a la vez contradictorias: por un lado nos dice que los delitos contra la vida están aumentado ligeramente en España, y por otro nos verifica que la eficacia en la resolución de los homicidios ha crecido hasta el actual 94,80%. ¿Cabe, en efecto, lugar para la esperanza?

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