Diario de León
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antonio papell
León

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La entrada en vigor del Tratado de Lisboa, el 1 de diciembre del 2009, permitió dar políticamente por zanjado el fracaso del tratado constitucional de 2004 que fue rechazado en referéndum por Francia y Holanda. En esta primera década del nuevo milenio, la Unión ha jugado con fuego al proceder a una descomunal ampliación en medio de grandes dudas sobre la verdadera naturaleza de la comunidad que se estaba construyendo, probablemente sin suficiente engrudo para asegurar la cohesión del conjunto.

El nuevo tratado otorgaba competencia exclusiva a la Unión en diversos aspectos económicos: política monetaria de los miembros del euro, competencia y mercado interior, política comercial pero no establecía aún una política económica y fiscal unificada en la Eurozona, ni siquiera una gobernanza europea que sustentase a la moneda única. Y, en el terreno institucional, establecía una presidencia personal de la UE y un Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, que fueron cubiertos por dos burócratas grises e irrelevantes, el belga van Rompuy y la británica Margaret Ashtom, respectivamente.

En enero del año en curso, tenía lugar a las puertas de Europa un acontecimiento insólito, el derrocamiento en Túnez del presidente Ben Ali, un sátrapa que había ostentado el poder desde 1987. Como es conocido, la pólvora tunecina contagió al mundo árabe, se propagó rápidamente a Egipto, a Libia y a Siria Europa tenía en llamas su patio trasero, y los Estados Unidos tomaron la iniciativa de derrocar a Gadafi, aunque depositando la carga de la operación militar en manos europeas. El papel de la Unión en este proceso de democratización ha sido, está siendo, penoso. Libia se desangra ante la vergonzante impotencia occidental. Y en Siria, Bachar el Asad está llevando a cabo una gran masacre de su disidencia sin que Europa ose mover un dedo. Acabamos de saber que Zapatero, por medio de Bernardino León, ha intentado que el dictador sirio se exilie a España, pero con independencia de lo que pueda pensarse de esta iniciativa, es patente que Europa, como tal, no tiene voz, ni opinión, ni mucho menos ascendiente en una región que colonizó históricamente y con la que está unida mediante vínculos milenarios.

La gravedad de la crisis económica y la impotencia europea para implementar soluciones corporativas basadas en la fortaleza conjunta de los Veintisiete nos ha impedido ver con claridad la nula proyección exterior de Europa en una crisis magnífica que representaría la democratización del mundo árabe e islámico. La decadencia europea no se limita, pues, a la incapacidad de implementar una unión económica que nos rescate de los especuladores y nos convierta en un actor de primer orden en la globalización: llega a todos los terrenos, incluido el designio geoestratégico de impulsar la democracia en nuestra zona de influencia. Nada de lo apuntado es nuevo, pero habrá que repetirlo incesantemente hasta que la clase política, la clase intelectual, el sistema mediático, la opinión pública, se pongan en pie en la dirección adecuada.

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