Diario de León
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ENRIQUE JAVIER DÍEZ GUTIÉRREZ. PROFESOR DE LA UNIVERSIDAD DE LEÓN
León

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La Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) tiene poco que ver con la religión, y mucho que ver con el poder. Tiene que ver más con el espectáculo de masas y con el actual modelo televisivo de las «estrellas de rock», que con los principios del evangelio que predica la propia jerarquía católica.

La jerarquía católica trata de dar una imagen de fuerza, congregando en torno a su máximo líder a más de dos millones de fieles en pleno agosto, aunque se ha quedado en menos de medio millón de jóvenes, que han traído de todo el mundo. Pero los pobres, los «condenados de la tierra» que llamaba Frantz Fanon, esos a quienes iba dirigido el mensaje y el compromiso de Jesucristo, no son quienes estarán en este macroevento, pues no pueden pagarse un viaje de este costo para «ver al Papa». Porque de eso se trata, de un macroevento, al estilo de los grandes conciertos o de las grandes competiciones deportivas, en el que se visualiza al líder, en el que se muestra su poder de convocatoria, su capacidad de llenar grandes espacios públicos.

Estas concentraciones masivas sólo sirven para galvanizar emociones, para generar sensaciones de poder y unión de un grupo religioso, que siente cómo poco a poco pierde seguidores y fuerza. Este tipo de religión de la imagen y del espectáculo interesa cada día menos. Una religión que se nutre de mensajes, pero cuyas prácticas poco corresponden con sus proclamas. No hay más que ver el abandono de las prácticas y de las ideas religiosas entre los jóvenes y los no tan jóvenes, acompañado por el desprestigio de la Iglesia y sus dirigentes en amplios sectores de la opinión pública. Procesos sociales que van en aumento, no sólo en España, sino en todo Europa.

De ahí, la insistencia en estas megajornadas que tratan de ser lo más multitudinarias posibles. Pero estas concentraciones masivas sólo afianzan sus convicciones a los ya convencidos, mientras que a muchas gentes les resultan extrañas o escandalosas. Especialmente cuando tienen que constatar que mientras el billete de Metro en Madrid sube un 50%, el gobierno de la Comunidad de Madrid de Esperanza Aguirre les hace a los peregrinos una rebaja del 80%. Que mientras se desaloja al 15—M de la Puerta del Sol, se habilitan espacios en el retiro para confesionarios de diseño o se corta el tráfico del centro de la capital durante ocho días que dura la visita de Ratzinger. La Iglesia católica parte del supuesto de que le asiste un derecho a ocupar los espacios públicos para actos privados, como esta visita «pastoral» a sus fieles. El problema es que goza de la anuencia de las autoridades del PP y del PSOE, que ponen ingentes recursos públicos, humanos y materiales, para estas jornadas y a cuenta de los contribuyentes, sean o no sean católicos.

Además, en un momento de estrecheces generales, que se aplican al recorte de los gastos públicos para los sectores más necesitados, produce una impresión muy negativa, por no decir escandalosa e inmoral, que en nombre de Cristo se haga ostentación de tanto despilfarro. Y es igualmente inmoral alegar que los peregrinos que vienen a la JMJ dejan mucho dinero en Madrid, pues lo que pone en evidencia es la faceta mercantil del acontecimiento. Una faceta que «clama al cielo», cuando para organizar este evento la jerarquía católica se une a grandes empresas y multinacionales que forman parte de lo que la prensa llama los mercados y que son las que han provocado o han contribuido a provocar la crisis que están pagando los sectores más indefensos en el Norte, con nuevas formas de precariedad, ajustes, destrucción de la protección social, exclusión y pobreza, y que el Sur lleva pagando desde hace décadas con hambrunas, miseria y muerte.

El problema añadido es que en una sociedad multicultural, en un Estado aconfesional, las instituciones públicas y especialmente aquellas administraciones ligadas a los sectores más conservadores, parecen querer volver a tiempos del nacionalcatolicismo, generando con sus declaraciones y sus actos una confusión entre un Estado teocrático y la Iglesia, entre el trono y el altar, algo que devuelve la idea de un Estado preconstitucional.

Así la Consejería de Educación y Empleo de la Comunidad de Madrid luce sin complejos en su balconada una pancarta de la JMJ que proclama: «arraigados en Cristo, podréis vivir en plenitud lo que sois. Benedicto XVI». Las oficinas de turismo del Ayuntamiento de Madrid, repletas de pancartas y banderolas, también parecen sedes de la JMJ. La máxima autoridad del Poder Judicial, el presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, nombrado a instancias del Gobierno del PSOE, Carlos Dívar, afirma públicamente que «la única verdad está en el creador». Si dijera públicamente que es un entusiasta votante del PP, del PSOE o de IU, se generaría un gran revuelo y se pediría su inmediata dimisión, porque comprometería la imagen institucional del Estado. Es evidente que privadamente puede ejercer la creencia que quiera, pero que públicamente haga este tipo de manifestaciones debería inhibirle para su cargo público. ¿Puede alguien así intervenir imparcialmente en un conflicto con ateos, agnósticos y miembros de la iglesia católica implicados? El presidente de las cortes valencianas coloca un gran crucifijo en la presidencia… Mientras, la promesa electoral del PSOE de reformar la Ley de Libertad Religiosa, vigente desde 1980, se ha guardado en el cajón de los olvidos. Frente a una época que debía suponer la superación de la anomalía de los privilegios de la Iglesia católica, nos encontramos pues ante un franco retroceso.

Todas estas manifestaciones no tienen que ver con la religión, sino con el poder. Lo que está surgiendo es la movilización de determinados elementos conservadores para retener el poder y ciertos privilegios en una sociedad que es laica y que cada vez se va secularizando más, y que, por tanto, si no ganan la calle, los medios de comunicación, la imagen de marca, el espectáculo, se arriesgan a perderlos. Perder privilegios que suponen 7.000 millones al año de financiación, mantener la religión católica en todas las escuelas durante 15 años de escolaridad, con profesorado religioso pagado por el Estado, la cruz y la biblia en los actas de toma de posesión de los ministros y otras autoridades públicas, la ofrenda anual al apóstol Santiago del jefe de Estado, etc., etc.

Claro que el Papa tiene el derecho de a visitar España. No es esa la cuestión. Sino que la comunidad católica debería hacer realidad el anuncio del Evangelio de Jesús desde la implicación en la realidad de la exclusión y el Papa tal vez tendría que ir a la frontera entre Israel y Palestina, con el fin de mediar para que los israelíes dejen de someter al pueblo palestino, o en Nigeria acogiendo y acompañando a esas mujeres explotadas y traficadas camino de la Europa rica y sexualmente enferma, o en Somalia y, además de llevar dinero, exigir a la comunidad internacional que se ponga fin a la muerte de tanta víctima inocente. Como dice José Luis Cortés, «se podrá ir a Cuatro Vientos para ver al papa, pero para encontrar a Jesús habrá que seguir yendo junto a los inmigrantes de Cuatro Caminos».

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