Cerrar
Publicado por
miguel a. varela
León

Creado:

Actualizado:

Hubo un tiempo en el que los españoles de bien eran señores con bigote, bajitos y cabreados, que sólo usaban la calle para lo imprescindible y al caer el sol se encerraban en su refugio de la honrada vida familiar, fuera de la cual todo eran tentaciones y pecados. Luego, durante la transición, descubrimos la calle como espacio lúdico y reivindicativo. Desde Cataluña se extendió la corriente de un teatro colorista, bullanguero y festivo que ponía color y pólvora a un país gris y tristón y ese rito de alegría explosiva compartió calle con la pancarta, el eslogan y el oxígeno de la libertad. Eran los tiempos en los que Fraga gritaba que la calle era suya. El grito era inútil: la calle fue invadida por los ciudadanos como sujetos activos que reclamaban su espacio abierto.

Antes de convertirse en el jefe del gobierno en tiempos de la España más cruel, el injustamente despreciado a izquierda y derecha Juan Negrín decía que la República sobreviviría con educación y tres comidas al día. Los españoles, efectivamente, habían empezado a comer bien y crecieron. El bigote se pasó de moda desde que los peluqueros se convirtieron en estilistas. Pero ese cabreo, tan racial y tan arraigado, no acabamos de perderlo, como último bastión de la España eterna, diferente y cejijunta. Y poco a poco la calle se ha ido impregnando de ese pestilente estado de áspera amargura y exceso de bilis.

Contagiados por el tono desabrido de lo mediático, que empezó en los asuntos del corazón pero ha acabado manchándolo todo, andamos como Mourinho, metiendo el dedo en el ojo al contrario como argumento más elaborado. El personal toma la calle para agredir al contrario y lo que debiera ser punto de encuentro para el intercambio es ahora ocupado por una masa gritona e histérica que igual canta con ingenuidad bobalicona pareados que homenajean a Benedicto «equis—uve—palito» que abronca a la salida del metro como un Nerón fugado de un péplum a niñas atemorizadas, que se imaginan pálidas cristianas a punto de ser devoradas por un león. Así, el espectáculo de la visita papal se ha resuelto en la calle con un puñado de lamentables imágenes en las que abundó la intolerancia y triunfó el dogma.

En Ciudad del Puente, sin embargo, hemos visto estos días cosas muy raras en la calle. Hemos visto a una poeta que emite sonrisas de luz, una silla de ruedas que baila flamenco, una joven sueca que hace círculos con su cuerpo de plástico, un monopatín que brinca en la acera y a un dibujante argentino que hace agujeros de colores en el hormigón con pintura de cera. A mi me gustan esas calles, que están «pletóricas», como las uvas de Prada a Tope y expulsan con su olor fresco a los señores con bigote, bajitos y cabreados.

Cargando contenidos...