RÍO ARRIBA
Vuelven los lobos
CCualquier semana de estas, como esos turistas temerarios a los que esporádicamente se zampa un oso grizzly entre los bosques ocres de Yellowstone, va a aparecer un montañero devorado por los lobos en alguna collada inhóspita y entonces los forestales de la Junta se van a echar las manos a la cabeza. Este periódico hablaba este fin de semana en un buen reportaje de cómo se ha incrementado la población lobuna en los últimos años y de sus sangrientas incursiones en diferentes explotaciones ganaderas.
Algunos han empezado a criar sus camadas en vegas y trigales, muy lejos de su hábitat natural. Es cierto que, incluso semánticamente (urdus arctos horribilis, frente a canis lupus), la ferocidad del grizzly es notoriamente superior a la del lobo, pero no me gustaría a mí estar en el pellejo de unos senderistas que, en una nevada mañana de invierno, se tropezasen por un casual con una manada bulliciosa y hambrienta.
Un grupo de scouts extraviados en medio del monte, mientras escuchan petrificados un aullido estremecedor. Menudas carreras echarían los angelitos, los culos regordetes barranca abajo. Se me acusará de exageración y habrá quien diga que, despoblado el medio rural, que campen a sus anchas bestias y alimañas, pero a mí esta presencia creciente de depredadores me parece una metáfora de nuestro tiempo.
En épocas de miseria como la que tenemos encima, no cuesta nada imaginar aquellos años de frío y oscuridad asociados a la posguerra, donde los lobos representaban como nadie la cara negra del miedo. El miedo a la indigencia atenaza cada vez a más familias y en algunas casas se rebaña hasta la última miga de pan. También es cierto que los lobos han adoptado desde hace mucho la costumbre de andar a dos patas y se conocen casos de algunos que hasta circulan en coche. Según en qué contexto social o económico, hay quien les pone el nombre de tiburones. Va a ser, querido lector, que este artículo no habla solamente de la vuelta de los lobos hocicudos; a lo mejor se refiere también al instinto gregario de las ovejas y de que a uno, viendo cómo va el planeta, se le pone la carne de gallina. La vida, como quien no quiere la cosa, se está convirtiendo en un lúgubre y pestilente zoológico.