Diario de León
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antonio papell
León

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El último informe de la OCDE sobre educación — Panorama de la Educación 2011 — ha sorprendido por la novedad de sus revelaciones a muchos observadores de la política española. El informe revela que los profesores españoles dan en promedio más horas de clase que la media de la OCDE (los de primaria, de 6 a 12 años, dedican 880 horas al año a dar clase, 101 más que la media de la OCDE, y los de secundaria, 37 más); que los alumnos españoles reciben asimismo más horas de clase (1.050 horas anuales para un alumno de 15 años frente a las 856 de Finlandia, el país referencia); que la media de estudiantes por clase en los centros públicos es más baja que en la OCDE: 19,8 frente a 20,5); y que los profesores españoles cobran más que la media de la OCDE: 8.300 euros anuales más los de primaria y 10.500 los de secundaria. Finalmente, el porcentaje del PIB dedicado a educación es en España del 4,6% y va aproximándose a la media de la OCDE y de la UE-21, que es de 5,4%; ello se debe al paulatino descenso de la natalidad.

¿Qué ocurre entonces para explicar que si las condiciones objetivas de nuestro sistema educativo, en los niveles obligatorios primario y secundario, están por encima de la media, obtengamos unos resultados tan malos? Los informes Pisa nos sitúan a la cola de Europa, y padecemos una tasas de abandono y de fracaso escolares muy superiores a la media de la Unión.

Estos datos aparentemente contradictorios pueden sugerir a los políticos la idea, sin duda descabellada, de que, puesto que las cosas son de este modo, pudiera ser que la educación no empeorase si disminuyese el esfuerzo inversor, como pretende la mayoría de las comunidades autónomas por causa de la crisis. De hecho, todo indica que lo que falla no es tanto el soporte material del sistema sino el entramado cualitativo: qué se enseña, a qué edad, de qué modo y con qué apoyo a los alumnos. Pero no puede perderse de vista que nos encontramos en la parte baja de la inversión, y que un nuevo descenso material podría lanzarnos al abismo.

Urge sin duda un debate técnico que dé lugar a un consenso social sobre cómo resolver el problema de fondo. Sería suicida continuar la senda de los cambios legislativos incesantes cuando el problema es otro. Y es necesario también llegar a acuerdos para mantener el esfuerzo financiero en esta delicada materia. No debería perderse de vista que si la educación, fundamento de la competitividad de un país, es siempre un valor estratégico, lo es todavía más en momentos de crisis, en los que cambian los sistemas productivos y es más necesario que nunca capacitar a los trabajadores del futuro. Por decirlo con toda gravedad, las elites de este país han de convencerse de que la salida real de la crisis no depende tanto de elementos financieros cuanto de la capacidad ue tengamos de acumular suficiente capital humano capaz de modernizar el país y de gestionarlo debidamente.

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