Diario de León

LA 5ª ESQUINA

Las brasas de san Froilán

Publicado por
JESÚS A. COUREL
León

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A comienzos del siglo X, moría en León su obispo Froilán. Fue enterrado en la catedral, con gran pompa, en una ceremonia multitudinaria a la que acudieron las fuerzas vivas del viejo reino. Este santo, de origen lucense, pasó su juventud dedicado a la oración en soledad, en una gruta de Ruitelán a orillas del río Valcarce. A pesar del aislamiento, las noticias que llegaban de Córdoba —donde los musulmanes torturaban y mataban cristianos—, le hacen vacilar entre seguir con la vida eremítica o entregarse al martirio. No es de extrañar que dudara siendo gallego, pero tampoco era fácil abandonar las fértiles tierras de El Bierzo por otras aventuras de dudoso final. Antes de iniciar su nueva etapa como evangelizador y colono, decidió probarse a la espera de recibir una señal que le mostrara el camino. En vez de tirar una moneda al aire o escudriñar en las entrañas de un animal —como hacían sus antepasados romanos—, se introdujo brasas encendidas en la boca y, según relata su biógrafo, ni el fuego fue capaz de causarle la más mínima quemadura, por lo que entendió que Dios le encomendaba la misión de propagar entre los hombres «otro fuego que le ardía dentro», que no era la teoría de la oxicombustión, sino la fe cristiana.

San Froilán, como sus antecesores Fructuoso o Valerio, se lanzó a la fundación de cenobios para colonizar las tierras conquistadas hasta el río Duero. Una gran actividad repobladora que, junto a la creación de monasterios, congregó pequeñas comunidades que aprendieron de la sabiduría de los monjes. Pero la santidad también la obtuvo por su dedicación a los más pobres, aunque en aquellos tiempos (como en éstos), se asociaba el atraso y la simplicidad con la pobreza y el desarrollo con la complejidad de los seres humanos. Una gran paradoja a la vista de los resultados. Van más de mil años del milagro de las brasas y san Froilán nos recuerda que la existencia nos pone cada cierto tiempo en una encrucijada. Nuestro presente de consumo y entretenimiento, casi «impermeable a la caducidad» —como dice el filósofo gallego Ignacio Castro Rey, en su ensayo Votos de riqueza —, oferta más que una civilización, una domesticación social en permanente crisis y aparcada en una zona de sombras. Ante la amenazada del cierre de fábricas, la retirada de inversiones y la llamada deslocalización, tenemos que pedir al santo eremita que nos de «la brasa» para encontrar soluciones al ocaso de esta tierra, orillada y con difícil redención industrial porque, de tan complejos que somos, olvidamos que lo valioso está siempre en nuestras fértiles tierras… Había que hacer algo.

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