MÁS QUE PALABRAS
La duquesa
Estábamos muy necesitados de una buena noticia y esta vino de la mano de María Rosario Cayetana Fitz-James Stuart y de Silva, poseedora de 47 títulos nobiliarios, veinte veces grande de España y flamante novia a sus 85 años. Por un día todos los medios de comunicación se olvidaron de la crisis que nos asfixia, del fantasma de la corrupción que planea sobre el ministro Blanco y hasta de esa cifra maldita del paro que crece desbocada ante la parálisis de nuestros políticos.
La duquesa, después del «sí quiero», no defraudó al respetable. Se debía a su publico y selló su momento estelar marcándose una rumba por sevillanas. Era su forma de celebrar que se había puesto el mundo por montera, de decir ante todos que había triunfado el amor, aunque lo que había triunfado antes era el dinero, que una vez repartido había conseguido vencer la oposición de sus propios hijos.
Los periódicos dedicaron a la boda del año titulares variopintos desde el «alegre sí de la duquesa» al «baile de la recién casada» o la boda «cañí de los Duques de Alba». Todos contaron los detalles del evento poniendo énfasis en la edad del novio, un hombre 25 años menor que ella. Su edad y su condición de plebeyo, de funcionario discreto y gris, ha sido el argumento para la chanza y el chascarrillo, la excusa para el despelleje en los programas del hígado que, sin ese tipo de carnaza, no tendrían razón de ser.
Curioso país el nuestro, curioso patio de vecinos, de cotillas y huelebraguetas que cuando es un hombre quien se casa o se empareja con una mujer 25 años menor es objeto de alabanza y rendida admiración, pero si es una mujer la cosa se convierte en esperpento. Curioso país que sigue ahondando en su machismo recalcitrante haciendo distingos escandalosos, que finge querer y aplaude a la duquesa desinhibida, pero construye una muralla de clases para dejar claro que no es conveniente la mezcla con el populacho. Curioso país que le otorga al novio el tratamiento de «duque consorte» para a continuación definirla a ella como «aristócrata arrabalera» por haberse casado con alguien por cuyas venas no corre sangre azul.
Alguien ha dicho que las tres bodas de Cayetana han marcado y definen bien a la historia de la España contemporánea. La primera se celebro con gran boato con un personaje de rancio abolengo, que representaba bien el imaginario franquista. La segunda con un jesuita secularizado, que podría representar a la transición y esta tercera con un hombre anónimo que se ha convertido en personaje mediático, en el rey del segundo plano.
No está mal el paralelismo, sólo que en este último capítulo que sea él y no ella quien asuma el papel de cenicienta del cuento, lejos de verse como el argumento ideal para un final feliz, es un desenlace fallido porque no es el triunfo del amor sino del dinero. Curioso país, que ha conseguido durante 24 horas optar por el pan y circo de las cámaras las luces y los focos para darse un respiro ante la negra realidad.