EL AULLIDO
Antonio Pereira
A veces es tan triste no ser Antonio Pereira, escribir sin demasiadas obsesiones mientras afuera se cae el Ibex 35 y se rompe el espinazo, y la coordinadora leonesa de ONGs lanza la campaña «Pobreza Cero», y en África no pueden ni reírse de lo que nosotros llamamos crisis, y hace calor en otoño, y todo está al revés o suena mal como en los sueños de un dulzainero loco.
Sí, ser Antonio Pereira con barba de felino y gafas que ven solas, con apariencia amable y pocas obstinaciones, y que les cueste trabajo adivinar si eres un niño muy viejo o un viejo muy niño, y no jurar el vino en vano, ni la amistad, ni el algebraico rito de encontrarse, y poner a las niñas nombres tales como Mencía, y, porque te ríes del mundo repleto de escalones, que nadie adivine si tú vives del cuento o es el cuento el que vive de ti.
Me refiero a que la Fundación Pereira acaba de organizar otra abarrotada conferencia sobre su obra. Y un profesor americano nos leyó con acento flemático un poema sobre un soldado caído al río que se salva agarrado a su guitarra. Y afuera la política era más fría que el otoño.
Y fue sin embargo tan hermoso entrar y quedarse a vivir un rato dentro de ese poema que, como borrachos de irrealidad, nos dio por pensar que en esa mesa de conferencias, aunque los ponentes nos hicieron vibrar, la nostalgia embriagaba a un público que sabía y no decía que faltaba, al final, haber podido escuchar el labrado discurso como en bajorrelieve del propio Pereira.
El otro día César Gavela me recordaba que la nostalgia es un sentimiento en retroceso que no sirve para nada. Pero hay días en que peco, como ahora: días como éste en el que estamos en Atenas celebrando ya seis años de matrimonio, y, en medio del Partenón con ganas de que se repita todo, apunto de nuevo al amor con mi dedo índice, escribo en mi cuaderno de notas que, lo mismo que en los árboles, caben los años en nuestros anillos, y me acuerdo de aquel día, y de Pereira.
Será porque el otoño es el tiempo de la nostalgia que a veces uno siente el impulso de sacar de su maleta todos esos trajes que no son suyos no para devolverlos, no, sino para enseñarlos antes de robarlos para siempre.
Yo, ahora apostado en un estado vital que no me intimida llamar felicidad, sé que le debo a Pereira todo lo que nuca sabrá del todo que me dio. Y asisto a iluminadoras conferencias en las que hablan de su obra y hablan en secreto de mis sueños y mi vida; de la aferrada certeza de haber encontrado mi lugar en el mundo.
Y me viene a la memoria la frase con la que acaba aquella maravillosamente utópica película de Adolfo Aristarain Un lugar en el mundo: «A veces se te hecha mucho de menos, viejo».