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Publicado por
MIGUEL ángel VARELA
León

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El día antes de que ETA anunciara el fin definitivo de la violencia vi Katyn , una estremecedora película de Andrzej Wajda que reconstruye con buen pulso la matanza perpetrada por la NKVD, antecedente de la KGB, en la primavera de 1940, cuando se ejecutó mediante tiro en la nuca y se enterró en fosas comunes a más de veinte mil oficiales e intelectuales polacos. Durante cincuenta años, los soviéticos acusaron de la matanza a las tropas alemanas y esta versión fue la oficial en Polonia hasta la caída del muro. Sólo durante la apertura de Gorbachov, el gobierno ruso admitió su responsabilidad en los hechos. Uno de los asesinados fue el capitán Jacob Wajda, padre del cineasta polaco. Su madre lo esperó en vano durante toda la vida. Su hijo ha podido hacer ahora una película.

El esperado comunicado de ETA compartió portadas con las fotos del cadáver de Gadafi, el déspota gobernante al que tanto querían hasta hace unos meses los líderes occidentales. Su ejecución a manos de una turba histérica ­—grabada por decenas de iphone y lanzada inmediatamente a la web, como corresponde a nuestros tiempos—, y la posterior exhibición del cadáver en una cámara frigorífica, ha sido un espectáculo aterrador, que lastrará la reconstrucción civil de Libia tras décadas de totalitarismo. La buena noticia del fin de la dictadura se ha visto empañada por un exhibicionismo sangriento que supone otra derrota para el derecho internacional. El cuerpo fue enterrado en un lugar secreto del desierto, que dejará de ser secreto cualquier día.

Pocos días después del anuncio de ETA, Constantino y Antonio Fernández García volvieron de Argentina para enterrar en San Esteban de Valdueza los restos de su padre, asesinado a los 24 años, en octubre de 1936. Antonio Fernández fue ejecutado impunemente sin que sobre él pesara ninguna acusación y su cadáver abonó los campos de la Valdueza durante tres cuartos de siglo. Sus hijos no olvidaron y el círculo se ha cerrado.

No estoy metiendo en el mismo saco a las víctimas de ETA, a los polacos de Katyn, a los «paseados» de la posguerra española y a un sátrapa africano. No hay saco en el mercado capaz de aguantar semejante peso. No estoy haciendo comparaciones entre casos históricamente muy diferentes, aunque en todos ellos aparezca la sangre inútil, la afición morbosa al tiro en la nuca, el odio ejercido con cobardía como método de imposición. Estoy haciendo un somero recuento de esa inexplicable afición humana al terror, de sus consecuencias a lo largo del tiempo, de las responsabilidades aplazadas pero nunca olvidadas. Me estoy refiriendo a la máxima, probablemente apócrifa, de aquel empresario leonés que decía que el dinero y los muertos siempre dejan un terrible rastro.

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