LA LIEBRE
Matanza
El gocho era la unidad de supervivencia. La medida de un invierno que arrimaba a la familia junto a la lumbre o sobre el poyero; una primavera de sobas en las camperas; el verano de la siega con la hogaza y el botijo bajo el carro... La matanza era una fiesta fraterna en la que los vecinos ocupaban sitio en el escaño después de acabada la labor de los cuchillos, acallado el cornetín desaforado de los chillidos del cutu, cuando los rapaces salían del escondite y jugaban con la careta del marrano.
Sobre el banco, el avance de la despensa se abría con dos movimientos hábiles de muñeca: uno en la garganta para hacer manar el manantial de la sangre que luego tiñe las morcillas; el otro para desabrochar la botonera que dejaba la canal colgada del gancho, después de que los cuelmos ardientes rascaran de la piel las púas del chon. La hornera se convertía en un santuario con los exvotos colgados de los varales de fresno que cruzaban el techo. Una arquitectura popular que sobrevolaba las cabezas de los hijos mientras escuchaban las historias del pueblo, un guardián que velaba el sueño de los padres que aprendieron a contar las nieves por lunas.
El ritual se convierte ahora en un recurso etnográfico. Reglada la tarea con requisitos tan absurdos como el aturdimiento del animal, la matanza casera ha mutado en una labor manufacturera, de factoría industrial, en la cual se desgrasa el unto para que baje la tasa del colesterol y se miden los torreznos para que no crujan por si los dientes.
En León en estos tiempos se mata poco. Pero la costumbre se reedita en algunas casas estos días, cuando el telediario insiste en los mensajes para tontos de la campaña electoral. Se cuela el hilo del video en el que Rajoy habla de hacer felices a los españoles, sin perder el rictus de empleado de funeraria, mientras la paisana pica con ahínco la cebolla; aparece Rubalcaba con la promesa de cambio, la misma que trajo consigo cuando la tele en color, al tiempo que el guaje coloca la tripa en la embutidora. La vida transcurre al margen de los eslóganes, que son a la realidad lo que el zorro al queso. Hay un periódico viejo en la esquina de la barra de Casa Luis , en Villafeliz de Babia. Cruza Enrique con una morcilla tierna mientras uno cuenta que la campaña costará 700.000 euros de dinero público. Aparece una voz para recordar que es San Martín. Sí, y el domingo que viene, elecciones.