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JESÚS Á. COUREL
León

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Hace unos cuatro mil años, el rey Hammurabi de Babilonia promulgó su famoso Código, donde establecía las relaciones que debían mantener poderosos, pueblo y esclavos. Si en el prólogo decía el gobernante actuar por mandato de los dioses (artículo hoy en vigor), en el epílogo mostraba su creencia en el poder de las leyes para aplicar reformas sociales que conducirían a evitar la opresión y a facilitar el empleo de la justicia. Estaba tan seguro el rey de la importancia de estas leyes que decidió grabar sus preceptos en una estela de diorita (roca dura) y no en las frágiles tablillas de arcilla en las que se escribía todo lo demás. A partir de entonces, los que dominaron la tecnología y la escritura se hicieron con el control del poder, siendo los instruidos los propietarios de gentes y haciendas. En la época en la que el legislador escribía en Mesopotamia (que en griego significa, lugar entre dos ríos —el Eúfrates y el Trigris—, la mejor finca del planeta), en la garganta del río Primou unos parientes pobres de los sumerios pintaban «monigotes» en las cuevas y farallones de este impresionante lugar…

Hace unas semanas, mi amigo Santiago Castelao me dejó un libro cuyo título hacía referencia a estas pinturas. Se titulaba Manuscrito de brujos y lo escribía «un peregrino de los roquedos, de las grietas a medio camino del quinto coño», como se define Casimiro Martinferre. Es una obra excelente (de esas que no reciben premios), no solo por la extensa catalogación de las pinturas de la tierra de Librán, si no por la forma de contar su experiencia, por el relato sin artificio del encuentro con «el alma indómita de estos pagos». Un estudio ajeno «a la metafísica del trinque, del trepe, del pelotazo, del relumbrón, de lo banal», a la que estamos tan acostumbrados que ya ni reparamos en ello. Este primer volumen —titulado Entrepeñas y Penachada —, tiene una tirada de 25 ejemplares editados por su autor y construidos con la misma diorita que el Código de Hammurabi.

Con la petaquera de ron llena, sobres gallina blanca y la tabaquera engordada, Casimiro pasó varias horas dibujando las pinturas de los roquedales de los Arquinos, con cuidado de no moverse mucho y caer al abismo, a cien metros de altura. Se durmió mirando un inmenso cielo del que «nunca había visto tantas estrellas», mientras escuchaba el tic-tac de las gotas que pingan en las cuevas. Dicen los científicos que el Universo es casi todo energía oscura y materia oscura; incluso lo que pintaron los brujos encierra, en su más hermosa oscuridad, la decadencia inevitable de nuestro destino… Había que hacer algo.

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