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Triste España. Como bien sabía Machado, la sombra errante de Caín no nos abandona. Nunca acabamos de enterrar a los muertos. Cuando el joven periodista Karl Marx escribió en su 18 Brumario que la historia se repetía siempre: unas veces como tragedia y otras como farsa, más que en Francia, sin duda, estaba pensando en España. La España que tan bien retrató en algunos de sus escritos sobre el carlismo y las guerras fratricidas de aquél entonces. Otras naciones (Alemania, Reino Unido, Austria, Rusia, etc) emprendieron guerras para arrebatar territorios y riquezas; en España fueron todas guerras civiles; crímenes en familia, sangre derramada entre hermanos. Las discrepancias políticas fueron el pretexto, pero el impulso que lleva la mano a la navaja o el dedo al gatillo, es la mala leche nacional. Nunca dejamos pasar la oportunidad de jodernos los unos a los otros. Parecía que la Transición —de la dictadura de Franco a la democracia en el reinado de don Juan Carlos—, había sido la excepción. El punto final a tantos siglos de rencor, de luchas atávicas, de odios africanos. Transición rima con reconciliación y sobre ésa base, la aventura se transformó en edificio.

Cuatro años de gobiernos centristas (Suárez y Calvo Sotelo), trece socialistas (Felipe González) y ocho de la derecha popular (Aznar), había mantenido y alimentado aquél espíritu sobre el que germinó el más largo período de paz de la Historia de España. Después llegó Zapatero y decidió dar marcha atrás al tren de la Historia cuando resulta que de la Segunda República, de la Guerra Civil del 36 y de la dictadura de Franco, ya sólo se acordaban los historiadores. El último capítulo de la serie sobre «memoria histórica» se rueda en el Valle de los Caídos, alrededor del futuro de la tumba de Franco. Zapatero, indulta banqueros y congela ayudas a los pensionistas, pero sigue pensando que ser de izquierdas es dar pellizcos de monja a las momias que están en el desván de la historia. ¡Qué país¡

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