Diario de León
León

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Cuando lo leí acababa de enfrentarme por primera vez con el verso de Gil de Biedma, y había descubierto que, a partir de entonces, no volvería a ser joven. Tenía 16 años y ya me enfrentaba a la muerte; por vez primera la vida me obligaba a mirar cara a cara a la nada y en ese momento decisivo leí La sonrisa etrusca , la historia de amor entre un abuelo a punto de morir y su nieto Brunetino. Y la novela de Sampedro se convirtió en uno de esos puntos de apoyo capaz de remover mundos dentro de mí.

Ayer le daban al escritor el premio nacional de las letras y la noticia me hizo transmutar en estatua de sal. Me hizo recordar el temor a que la vida, tal y como la había conocido hasta entonces, se desvaneciera para siempre, el terror a la ausencia y la aflicción de saber que se iniciaba ante mi un camino que antes o después tendría que volver a transitar.

Decía ayer Sampedro que estaba seguro de que sus lectores se alegrarían del premio. Y es cierto. Porque el galardonado tiene una cualidad rara en los escritores.

Sampedro goza de la grandeza del humilde. No necesita demostrar al lector que lo es, brillante, sabio, magnífico.

Sus historias no requieren de la velocidad de una trama constante, no necesitan contar cosas para contárnoslo todo y, por supuesto, no tienen voluntad ejemplarizante. Lo son porque el autor lo es.

Ahora puedo poner el retrovisor y ese primer libro me recuerda al Camus de El primer hombre , la obra póstuma que el nobel francés escribió para buscar su tiempo perdido.

Y otra vez surge Gil de Biedma: «De la vida me acuerdo, pero dónde está». Eso le pasaba al viejo partisano, rudo y machista, hasta que su nieto Brunettino se lo muestra. Y al llamarle mientras muere, la vida y la muerte del viejo retoman su significado y esa palabra, nonno, lo justifica todo. Así, ese tiempo huido se convierte en tiempo recobrado.

Aquel día, hace ya casi 25 años, tuve miedo de que, como ocurriera con los zancos de Marcel Proust, la perdida impidiera a mi memoria mantener vivo el pasado, temí olvidar el lugar donde una vez había estado la vida.

Sampedro me hizo creer que, a pesar de todo, ese tiempo puede quedarse, y que las despedidas nunca lo son del todo.

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