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Publicado por
MIGUEL Á. VARELA
León

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Y encima se muere en un estúpido y confuso accidente de tráfico Theo Angelopoulos, un director minoritario y radical, poco apto para los masivos paladares de hamburguesa actuales, autor de películas interminables y lentas en las que, si consigues entrar, corres el peligro de quedarte a vivir en ellas para siempre. Dicen que murió arrollado por una moto en una barrio periférico de Atenas, donde buscaba localizaciones para una próxima película en la que abordaba la crisis griega, que es nuestra crisis española y que es también la crisis de un sistema sin recambio conocido.

Angelopoulos pertenece a ese sector de la actividad artística poco dado a las concesiones industriales que durante un tiempo tuvo un hueco razonable en un mercado nunca masivo pero sí atento e interesado en propuestas exigentes para el espectador. Un mercado menguante al que en los últimos años se le ha ido cercando por la avalancha avarienta e imbatible de eso que denominamos con el anglicismo «mainstream» por la pereza de no usar un equivalente en castellano como «cultura de masas», devorador ansioso de todo el espectro del consumo cultural.

En un contexto de cierres, recortes y pérdida de valor de la cultura como decisivo factor de formación de ciudadanía, días atrás se perpetraba la penúltima torpeza en esta materia, con el cese del director del Festival de Cine Gijón, José Luis Cienfuegos, que había construido un pequeño refugio para la creación independiente con muy buenos resultados no sólo artísticos, sino también económicos y de público.

Me llama la atención la primera declaración pública del sustituto de Cienfuegos: «no quiero sólo al público inteligente, sino a todo el mundo en las salas y volver a llenarlas. Con el máximo respeto, quiero a todo el público de Gijón y Asturias, no sólo a los inteligentes». En ese subrayado «no sólo a los inteligentes» se esconde toda una peligrosa declaración de principios digna de analizar desde lo político y lo artístico. Unos principios en cuyo imaginario no tendría cabida la visión implacable pero decisiva para nuestro tiempo de tipos como Angelopoulos, como Erice o como Guerín. O como Joyce, como Kafka, como Beckett. Unos principios acordes con la «impotente anestesia ante la barbarie», como diagnostica nuestro entorno cultural el poeta Antonio Martínez Sarrión.

En las pequeñas ciudades de provincias como Ponferrada, quedaba un pequeño hueco por donde asomaban tipos como Angelopoulos a través de los desaparecidos ciclos de Caja España, víctimas de la catástrofe financiera en la que nos movemos. Un pequeño daño colateral —pensarán en las alturas directivas—, sin grandes consecuencias. Al fin y al cabo hay que ofrecer propuestas no sólo para los inteligentes.