Diario de León
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ara antón. escritora
León

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España está de nuevo en recesión», informa el DIARIO DE LEÓN del 24 de enero del 2012. En la presentación de mi novela Espaldas con alas , en la que a través de la figura de San Agustín mostré el momento histórico que le tocó vivir, ya hice hincapié en las sorprendentes similitudes que había encontrado entre las formas de vida del decadente Imperio Romano y nuestro propio tiempo en el «Imperio de Occidente». Al día siguiente, uno de nuestros veteranos periodistas, que pareció entender el mensaje, publicaba: «Ara Antón leyó textos de San Agustín, denunciando estas situaciones y avisó: Si alguien ve diferencias con los tiempos actuales, que interrumpa y me lo diga». Por supuesto, nadie lo hizo. Era el 30 de septiembre del 2004.

El 24 de diciembre del 2010, este mismo diario publicó uno de mis artículos, titulado La caverna y el bienestar , en el que decía: «Y así irán recortando pensiones, ayudas, medicamentos a los ancianos...»; «los conectarán con mundos ficticios, que los apartarán de una realidad, que si percibieran claramente los podría horrorizar».

No es que yo sea una sibila o ni siquiera desee serlo; simplemente, la realidad estaba ante nosotros, pero nos empeñábamos en ignorarla.

Es cierto que la crisis actual se debe a la ingeniería financiera de los mercados, y yo añadiría al desagrado de Estados Unidos ante una Europa fuerte, que pudiera discutir su liderazgo mundial, pero creo que, sobre todo, es debida a nuestro hedonismo. No sólo estamos empeñados en disfrutar —cosa perfectamente legítima, siempre que no olvidemos obligaciones y deberes— sino que hasta el hablar de problemas, enfermedades o inconvenientes está mal visto. Esa filosofía del «tengo derecho a todo» provocó el hundimiento del Imperio Romano. Allí las gentes se olvidaron del trabajo, para vivir del «pan y circo» que el Estado regalaba.

Nosotros, y hablo de España y concretamente de León, que es la tierra que más me duele, hemos ido abandonando nuestras riquezas: pan, vino, ganado, minería... e infrautilizando otras, como la energía eléctrica, la explotación racional de nuestros montes... empujados por unos intereses poco claros y unos gobernantes sin ninguna visión de futuro, que basan nuestro sustento en convertir el rico patrimonio histórico —que por otra parte tampoco cuidan— en cebo para atraer turistas. ¿Es que a nadie se le ocurrió pensar que en tiempos de crisis los juguetes se abandonan? ¿Acaso no sabían que es preferible llenar un plato de comida que darse una vuelta por el pasado?

Entonces, cuando todo parecía sonreír, algunos nos preguntábamos quién iba a comprar tantos pisos, de qué comeríamos si se desmantelaba la agricultura y la ganadería, cómo era posible que pusiéramos en manos de culturas hostiles nuestras necesidades energéticas, por qué nadie echaba cuentas cuando los bancos les ofrecían dinero para hipotecas, coches y vacaciones...

Pero los responsables seguían sonriendo, arropados incluso por seudointelectuales, o más bien «clientes», que así los llamaban en Roma, y nosotros, los de a pie, en la calle, llegábamos a sentirnos mal por no participar en la euforia, pensando si tendrían razón los que nos acusaban de antipatriotas o agoreros.

El cambio del sistema no pide sólo una reforma laboral y económica y de reducción de los organismos duplicados, triplicados o quintuplicados. Es también imprescindible una nueva mentalidad, que nos devuelva a una realidad económica y social que únicamente puede ser como es, nos guste o no.

El sistema económico mundial es piramidal y conduce invariablemente a su agotamiento cíclico. Esto lo saben muy bien los economistas cuando hablan últimamente de «economía sostenible», que traducido al lenguaje del pueblo quiere decir: «Procuremos que el ciclo dure lo más posible, para llenarnos los bolsillos antes de que reviente».

Y mientras, aumentan los parados, se recorta la sanidad, se congela el sueldo de los funcionarios —la mayoría, los que no son cargos políticos o no han llegado aún, a base de extenuantes oposiciones, a un puesto más alto, gana alrededor de novecientos o mil euros—, como si ellos y no sus ejecutivos fueran los responsables de la situación. Bien. Pues nada.

A seguir mirando a Cuenca —que por otra parte lo merece— y a esperar a que regresen los «bárbaros», a ver si ellos entienden la vida de otra manera y nos hacen cambiar.

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