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Publicado por
Enrique López González. Catedrático de economía financiera y contabilidad de la ULE
León

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La última vez que le fui a visitar a la calle de la Libertad la cosa ya no pintaba bien. Y eso que iba con Jaime Gil Aluja y medio kilo de «rosquillas de San Froilán». Con ese socaire de viejo león provocador nos deslizó en la conversación: «la muerte es una inmensa cabronada, tú, pero como tengo la Cruz de Sant Jordi, confío en que la Generalitat me esquelatice sin escatimar palabras».

En estas fiestas de cambio de año habíamos pospuesto una comida con Roberto Escudero, quien más propició su integración en la sociedad leonesa. Ahora, compartiremos mesa y mantel con un cubierto vacío, pero con un espirituoso vaso bien colmado. Fabián sigue con nosotros. Olvidarlo sería como olvidar respirar. ¿Cómo se puede olvidar a quien adrizó nuestra vida? ¿Quién deja de ser uno de sus maestros? El privilegio de las enseñanzas recibidas no es moneda de vellón. ¡Quía! Oro fino.

Fabián sabía de arbitrios y monedas y sobre todo de la pela, «la pela es la pela, chaval». Fue el Juan de Mariana que estimuló la modernización de la autárquica economía española de la posguerra civil y con ello la transición pacifica a esta democracia. (Ahí es nada, tú). Eso sí, peleado, a brazo partido, desde hacía más de un cuarto de siglo con el euro. Nunca se resigno a la «defenestración» de la peseta. «La soberanía monetaria es más importante de lo que aparenta». A él no le dieron el Nobel, aunque fue el inspirador de la idea de que el euro estaba desnudo, que la unión monetaria europea se alejaba mucho (todavía hay a quien no se le ha caído la venda) de ser una zona monetaria óptima, para lo que se precisa una unión fiscal, un tesoro europeo, con un gran presupuesto y con un banco central que pueda ejercer de prestamista de última instancia de la deuda emitida por dicho tesoro. «Y, ¿qué tenemos?. Un Prometeo, un Frankenstein, tú. ¡Y encima capados por no tener la pela. Cojonudooo!.»

También, y desde hacia tiempo, se había despejado de la falacia keynesiana de que los estados tienen recursos suficientes para modificar el ciclo económico. «Mira, chaval, hay dos formas de esclavizar a una nación. Una es por la espalda. La otra es por la deuda».

Tampoco dejaba de recordar una «confesión» de Galbraith, acerca de que «las predicciones económicas hacen de la astrología una ciencia respetable». Por eso, te espetaba, a nada que le mentaras la crisis, que cuidadín, «no vaya a ser que alguien, allí adelante—al final del túnel—, haya encendido un cigarrillo.»

El profesor Estapé siempre tenía muy presente que la economía son personas. Además, su innata y picara curiosidad le llevó en múltiples ocasiones a conocer como pocos los entresijos, la trastienda, de la economía, con e mayúscula, que dejó patente ya para la historia, negro sobre blanco, con pluma nada alambicada ni relamida. No fueron pocos los años que ejerció de mercurio y faro en La Vanguardia y, en esta última década, también en el DIARIO DE LEÓN. Conocía bien lo mollar de la economía, el papel que la necesidad, el riesgo moral y los incentivos juegan en el entendimiento de la economía política. «Si tienes hambre, y un cuchillo, y te pasan por delante una buena cecina, no es fácil mirar para otro lado.»

Somos legión los que pensamos en él como el último custodio, albacea, de la peseta. Justo es decir que fue el más importante y preclaro, pero que ha dejado abundantes discípulos. «No es fácil unir fiscalmente Europa y si lo fuera no encuentro ninguna razón de peso que lo haga conveniente… Europa siempre estuvo unida cultural y económicamente. No lo estropeemos con una burocracia innecesaria». Era difícil apresar el significado último de dichas reflexiones expresadas en la etapa temprana de nuestra incorporación al Sistema Monetario Europeo. Su visión iba más allá del ciclo económico, era histórica y también moral, y no era fácil para los nuevos cachorros de la economía apresar el significado profundo de sus reflexiones, dichas casi siempre con pesadumbre. Traigo a colación en este obituario muy sentido, el significado último de su palabras, pero confieso que me afectó más, mucho más, el estado de pesadumbre con las que fueron emitidas.

El secreto de su fama como profesor de sabidurías estribaba en su condición de hombre pacífico, fundamentalmente bueno, como es exigible al ser humano. Un vitalista entregado en cuerpo y alma a su misión pedagógica. Desconozco que exista alguien que a él acudiera y no obtuviera respuesta, ayuda o estímulos reales. Han sido muchas las generaciones de estudiantes que pasaron por el aro de oro de sus enseñanzas, impartidas con provecho y con gratitud, porque, además de economistas, formó hombres, haciendo suyo el aserto shakesperiano de que «el destino reparte las cartas, pero nosotros las jugamos». Tengo para mí que Fabián fue uno de los primeros adelantados y anticipadores de la imprescindible individualización del acto educativo, superadora de la estrecha perspectiva pedagógica para la cual la inteligencia se concibe sólo como una capacidad abstracta y no como algo capaz de vencer obstáculos que encontramos en el camino. Sacrificio y sabiduría que dejan un saldo positivo, proporcional al esfuerzo realizado y que constituyen a la postre la auténtica educación.

Nuestra sensibilidad, no obstante, es selectiva. Por eso elegimos las medicinas y los tónicos que creemos más necesarios para cada dolencia y en cada circunstancia. El disfrute de más de una década con el maestro me excusa de mayores esfuerzos explicativos, salvo la inevitabilidad de la ausencia hondamente sentida. Si que quiero, no obstante, dejar constancia de que la influencia de Fabián ha sido extensa e intensa, gracias a una mordaz simpatía, desbordante, que enseguida te trasladaba al umbral de su saber enciclopédico, vehemente y con esa chispa lírica tan necesaria en momentos de precariedad. Siempre risueño y cómplice a nada que sentía una mirada hacia él, leal y optimista apasionado ante los amigos, sin dejar de exhibir una humilde bonhomía, a la par que poliédrico, culto, astuto, ameno, genial, sagaz, ocurrente, brillante, culé, singular, excepcional e irrepetible, aderezado todo ello con un envidiable sentido del humor, libre e insobornable, si cabe sólo superable por su sibilina finura intelectual.

Sus restos se unirán a los de su mujer que hace tiempo le espera en Barcelona. ¿Quién sabe si dos líneas paralelas no llegan a encontrarse cuando las perdemos de vista?.

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