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Publicado por
ERNESTO ESCAPA
León

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Hace ahora un año, en vísperas del turbión electoral, se avivó la polémica en León sobre la colgadura de un conjunto escultórico encargado en tiempos de prosperidad por el municipio al artista Eduardo Arroyo, que pretendía modernizar uno de los enclaves azorinianos de la ciudad intramuros. Las traseras desoladas de San Isidoro, el encanto menestral de la plazuela de Santo Martino y la teatralidad de Puerta Castillo, sólo aliviada por el reloj que inmortalizaron los versos de Blas de Otero. Fuera por las prisas, después de tanta demora, o por la cojera del proyecto a pesar de su precio desorbitado, lo cierto es que al final la instalación se resolvió de la peor manera imaginable. Una grúa de desguace sostiene en medio de la acera la corpulencia del Unicornio, mientras otras piezas del grupo trepan o se retraen en el interior de Puerta Castillo.

Desde entonces, agrupaciones de vecinos, artistas agraviados y gente del común vienen manifestando con tenacidad su malestar por los colgajos. El asunto cobra actualidad por la coincidencia con una exposición peculiar de Arroyo en el Círculo de Bellas Artes. Una muestra que combina lo castizo y lo exquisito, el hallazgo de artesanías mañosas y el patatús de la extravagancia, facilitando un paseo diferente por el universo del artista. Porque no debe olvidarse que es uno de los grandes del arte español contemporáneo. Su afán provocador se volvió contra él a raíz de la instalación leonesa, que brotó del reencuentro con Laciana. Hubo una primera exposición de cabezas expiatorias, estelas horadadas y leños retorcidos por la intemperie: los desechos de la aldea perdida que le acompañaban en el regreso a los orígenes. Pero aquel hurmiento no cuajó en su versión urbana.

Años atrás, Arroyo se había despachado en un ruidoso artículo contra la obsesión municipal de decorar los espacios públicos con esculturas cuya estética se columpia entre la flaccidez del kiwi y la indigestión del pimiento morrón. Violeteras, toreros muertos, escritores cabezones y menguados caudillos ecuestres compiten con la sandía payesa de Tàpies patinada de verde turquesa o los extravíos escultóricos de Miró. «La pesadilla es idéntica». Y confesaba su rechazo a ornamentar el Turia de Calatrava, así como el desdén hacia pedidos similares de Oviedo y Alcorcón. Incluso celebraba la decisión municipal de Grenoble de destruir un mural suyo.

En aquel desahogo, Arroyo lamentaba la dedicación escultórica de Miró: «Fue excelente pintor, no sé por qué un maldito día se le ocurrió hacer esculturas, de ahí viene la catástrofe». Sus obras y las de Tàpies son el ejemplo «de lo que no se puede propinar impunemente a paseantes y escolares». Pues algo así piensan ahora de sus colgaduras los leoneses.

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