TRIBUNA
El botín de la Mercedes
Habrá llegado ya o estará a punto de llegar a las depauperadas arcas públicas del Estado español un valioso tesoro de oro y de plata, albergado desde hace cinco años en el Estado de Florida, y proveniente de la fragata española Nuestra Señora de las Mercedes. El arribo —que debería ser recibido como si de campeón mundial se tratase— es como resultado de la sentencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos que dictaminó hace días su devolución a España, después de cinco años de litigio entre la empresa cazatesoros Odyssey Marine Exploration y el Estado español. Se trata de diecisiete toneladas de preciado metal equivalentes a 500.000 monedas con la efigie de Carlos IV acuñadas en Lima en 1796, equivalentes a 380 millones de euros. Aunque no se hayan encontrado los restos del buque hundido, existen pruebas suficientes para acreditar su pertenencia a la fragata aludida. La empresa Odissey, sirviéndose de la documentación depositada en el Archivo de Indias de la ciudad hispalense, montó la operación de rescate bautizada como «cisne negro», con el resultado afortunado de dar con el tesoro a 1.100 metros de profundidad en el Golfo de Cádiz, frente a las costas portuguesas del Algarbe. Odissey trasladó en secreto el cargamento primero hasta Gibraltar y luego a los Estados Unidos, en la confianza de que quien encuentra algo le asiste el total derecho de ser el dueño absoluto de lo encontrado. Pero, al parecer, eso puede cuadrar con el derecho de Santa Rita, de lo que se encuentra no se quita, pero no con el derecho internacional, que ha dado la razón a España, en virtud de que el tesoro de Nuestra Señora de las Mercedes forma parte sin ninguna duda del patrimonio subacuático español y, por lo tanto, en este caso, se trata de una expoliación perpetrada por la empresa estadounidenses, a la que nada le han valido sus argumentos y tenacidad en retenerlo.
La fragata Nuestra Señora de las Mercedes pertenecía a la Armada Española y había sido botada en el arsenal de La Habana en 1786. Estaba armada con 36 cañones, contaba con una tripulación de trescientos marinos al mando del comandante José Manuel de Goicoa y Labart, y formaba parte de un comboy de cuatro embarcaciones que cubría la ruta entre España y sus colonias de América. Había partido de Montevideo el 9 de agosto de 1804 proveniente del puerto de El Callao y llevaba como carga, además del oro y de la plata, pieles de vicuña, quina y canela. Aunque por esas fechas reinaba la paz entre España e Inglaterra, desde el episodio funesto para España de la Armada Invencible, los barcos ingleses no dejaban de hostigar a los barcos españoles, especialmente si iban cargados con material precioso. El encuentro del navío Nuestra Señora de las Mercedes y sus otras naves de compañía con cuatro buques de guerra ingleses tuvo lugar el 5 de octubre de 1804 frente a la costa portuguesa. El inevitable zafarrancho de combate entre las ocho embarcaciones, al no aceptar el mando español la demanda de rendición, se conoce como la Batalla del Cabo de Santa María. Mandaba las cuatro fragatas españolas el Brigadier José de Bustamante y Guerra en tanto que las inglesas lo hacia el Comodoro Sir Graham Moore. En el desarrollo de la lucha, una granada alcanzó la santabárbara del Nuestra Señora de las Mercedes , lanzó el navío por los aires y sumergió su tesoro hasta el fondo marino. Como consecuencia de la explosión fallecieron 249 de sus tripulantes, entre ellos su capitán, en tanto que los 51 restantes fueron hechos prisioneros y trasladados al Reino Unido. Las otras tres fragatas fueron apresadas, conducidas primero a Gibraltar y más tarde a Inglaterra. En el capítulo de víctimas España tuvo 269 muertos y 80 heridos, mientras que en las filas inglesas se contabilizaron sólo 2 muertos y 7 heridos. Este hecho tuvo como consecuencia que España declarara la guerra a Inglaterra el 14 de diciembre de 1804 y fue el preludio de la no menos infausta Batalla de Gibraltar, acontecimiento que determinó desde entonces la supremacía británica en los mares.
Mi amigo Gavilaso de León, requerido al efecto sobre su impresión ante el acontecimiento feliz de la llegada del tesoro, pero teniendo en cuenta también y como contrapunto su origen en una de nuestras derrotas marítimas más tristes, me ha enviado el siguiente texto, un tanto cáustico y atrabiliario
«Yo nunca podré olvidar, pérfido inglés sonrosado más que un cangrejo escaldado, corsario y filibustero, que dado a piratería, nos hundiste galeones, birlaste el oro y la platería (luego acuñada en doblones) sacada por pobre gente en oscuras galerías en el Nuevo Continente. Tampoco podré olvidar aquella invencible armada que echó Felipe a la mar —el segundo de la Austriada— para hacer requerimiento a tu augusta soberana, Elisabeth bautizada (nunca encinta por amor ni de Lesbia enamorada, por no yacer con sajón ni con sajona en la cama, porque era su nación con quien sólo se acostaba), y en vez de recibimiento, fue por Sir Draque atacada con enorme ensañamiento y al punto luego azotada por malignos elementos en tremenda marejada. Otrora naves temibles poco menos que invencibles llegaron sólo a sus puertos unas pocas e inservibles. Y unos hombres cuyo aspecto, tan de sí transfigurados por calvario padecido, que más que sobrevivido, se dijo resucitados. Ni tampoco he de olvidar que me hayas derrotado con traición y alevosía en costas de Portugal, allá por Santa María, y en aguas de Trafalgar por haberme conchabado con el galo interesado, más despistado en la mar que un pulpo sobre un tejado. Y que te hayas instalado montándote un arsenal contra mi orgullo humillado en tierra de Gibraltar, donde hay unos monitos con barbita y con bigote que dan saltos sin parar divirtiendo a unos hombrotes a los que llaman ‘llanitos’, las gentes de ese lugar, cuyo vicio favorito no es ni beber ni fumar, es dar un trato exquisito al contrabando ilegal».