FUEGO AMIGO
Una infancia en la sombra
La desdichada historia de Diego, el preadolescente que se hizo tristemente famoso como El Niño de El Royo, ha vuelto a saltar porque los Servicios Sociales encargados de su tutela se vieron una vez más obligados a recurrir al Boletín Oficial para contactar con sus padres biológicos, a fin de comunicarles las nuevas medidas de protección. Diego vivió año y medio en preadopción con una familia de acogida en aquel hermoso pueblo soriano hasta que la infortunada coincidencia de un juez imprudente, un fiscal indolente y un psiquiatra insensato determinó que su misión —la del niño de apenas dos años— era convertirse en medicamento que aliviara la dolencia de su madre enferma. Fue una pésima suerte la fatal alianza de tanta incompetencia junta en un mismo caso.
Ya entonces, la opinión pública y los responsables de la Junta de Castilla y León mostraron su criterio opuesto a la arrogante determinación judicial. Pero no sirvió de nada. Un juez iluminado, si le prestan una peana, puede llegar a creerse el intérprete de la voluntad sideral o divina. Aquel juez se llamaba Luciano Salvador Ullán. El padre del niño padecía esquizofrenia y la madre trastornos bipolares, pero ellos han sido con su hijo dos víctimas más de esta tremenda historia. Enseguida, el niño arrancado a Carlos y Raquel, su familia de acogida, fue encontrado en una boca de Metro de Madrid en situación de desamparo y pasó a compartir charcutería televisiva con el cotilleo más infame, mientras su rostro asustado se mostraba obscena e impunemente en las pantallas entre congojas de comadreja y soponcios de las periquitas de guardia. Entonces, un juez prohibió a Antena 3 la emisión del documental Sin hogar , seguramente porque la indefensión de Diego se había convertido en una denuncia difícil de soportar.
Los nueve últimos años vividos por Diego tampoco han carecido de sobresaltos, aunque su mención sólo añadiría más dolor al recuento. Tanta calamidad desatada sobre un pobre niño no ha merecido otra sanción que la repulsa de la opinión pública. En el trámite provocado por el escándalo, intervino un consejero del Poder Judicial, Enrique Míguez, cuya conclusión fue imputar los aspectos lamentables del caso a la desdichada madre del niño. Y eso fue todo. Nos quedó la enseñanza. Cuando un juez se entromete en lo que ignora y disfraza sus sentencias de terapia no es más que un intruso cuyos remedios sólo pueden conducir al desastre. Que es en lo que estamos. Asumiendo, diez años después, que aquellas actuaciones legales respaldadas corporativamente han echado a perder la infancia feliz y tranquila que Diego atisbó en El Royo y se merecía. Nos corresponde la culpa colectiva de no haberle prestado la tutela eficiente a la que tenía derecho.