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León

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Me pongo a escribir esta columna después de haber recibido una clase de nuevas tecnologías aplicadas al periodismo, impartida por la Asociación de Periodista de León, a través de la Uned. El profesor está en Ponferrada; los alumnos, aquí. Maravillas de la técnica. Ya en mi infancia me maravillaba que el superagente 86 hablase con su jefe mediante el zapatáfono. Las posibilidades de Internet son asombrosas, pero aún más asombroso es el ser humano y su capacidad de asombrarse. En el aula, escucho a un colega exclamar, una vez sus entendederas han petado: «¡Hasta aquí llego, qué inventen ellos!». Las mías habían petado ya mucho antes. Una vez fuera, me entraron ganas de buscar un lapicero y escribir, pongamos por caso: «verde que te quiero verde», como desahogo de clasicismo. Pero el siglo XX no volverá. Ni siquiera puedes ya ir a visitarlo al asilo, se murió hace mucho.

Después, como descanso de tanta tecnología, salí a pasear por la ciudad. A lo lejos, pero no tanto, la montaña. León sigue siendo una tierra donde la naturaleza está siempre próxima. Nos desintoxica de tantas comodidades incómodas. Entonces, recordé la hermosa novela de Felicitas Rebaque, El latido del agua , que presenté el pasado viernes, junto con la autora y los responsables de la editorial Everest. Transcurre en las zonas de Babia y Luna, aunque sin citarlas, y es una proclamación de amor a la naturaleza, a la nuestra, local y universal, así como un reconocimiento de la sabiduría de los más mayores. En sus páginas laten las viejas verdades. Y recordé también una excelente columna de Jesús Courel, en este mismo periódico, en la que concluía que la crisis ha venido a demostrar que no es la cultura rural sino la urbana la que ha fracasado.

Me gustan las posibilidades de la tecnología, pero carecen de ese «latido» del que habla Rebaque. No son un saber heredado, sino nuevo. Nos actualizan, pero no nos «salvan». Los leoneses, tan indefensos en muchos aspectos ante las nuevas amenazas globales, somos ricos en paraísos. Qué bella provincia. Y qué grande puede ser una pequeña ciudad, donde después de reciclarte en lo nuevo puedes volver a lo de siempre, a lo inmutable, a lo que «salva». Un amigo, un río, un silencio…