FUEGO AMIGO
Manolo Jular
Jular fue durante años el pintor de León, el artista más valioso y gruñón de la provincia, un chico de los maristas contaminado de saberes medicinales y geométricos siempre dispuesto a poner la cara y a enseñar los dientes, viniera más o menos a cuento. Aunque entonces nunca faltaban motivos para la dentellada. Manolo tenía un padre librero y una madre que le procuraba unos jerséis maragatos que engolaban su barbado semblante. Lo demás, la dialéctica y los gruñidos peripatéticos, lo ponía él de su cosecha. Cuando yo lo conocí, iba con una novia polifónica que le hacía los dúos en las tabernas los días que no había graves motivos para la circunspección.
Además de la labia vespertina y de sus pujos canoros, Manolo Jular hacía en la provincia una pintura matérica, en la estela del malogrado Millares. En el inicio de los sesenta había exorcizado la sala de depuraciones del Palacio de los Guzmanes con una muestra abstracta en tándem con Alejandro Vargas, llegado de París en estrecho parentesco con las corcheas. La irrupción de aquella pintura difusa en una ciudad de retratistas de salón y pinceles a Bermudo supuso un cataclismo. Poco después, llegó Vela Zanetti con sus murales de iglesia, sus hogazas o gallos trigueros y el panorama estético regresó donde solía. Así que Vargas se cobijó en su escepticismo de funcionario provincial y Jular se dio a las agitaciones cantineras y a la faena publicitaria. Antes de marchar de León, más o menos cuando la democracia empezaba a clarear por la Candamia, sucedió el episodio de las albardas republicanas del burro de San Froilán. En realidad, la provocación desde el cartel oficial del municipio no se limitaba a los jaeces del pollino.
Era octubre del 74 y los tiempos no resultaron propicios para festejar al santo rodeado de hoces y banderas tricolores. El encargo había sido una osadía del alcalde José María Suárez, que un Jueves Santo más tarde escurría su humanidad por la gatera en una timba de madrugada en el Cantábrico. José María y su hermano Fernando Suárez, que ya era ministro, parecían destinados entonces a controlar el recuelo del franquismo a la democracia en la provincia, pero el paramés Rodolfo Martín Villa les amoló las expectativas. Poco después, Manolo Jular marchó a Madrid y cambió de novia. Luego, fue un pionero en el manejo de las nuevas tecnologías. Desde entonces, expone poco y quizá por eso su obra se muestra cada vez más personal y rotunda. Hace tiempo que no discutimos, porque Jular se ha vuelto tierno con los años, pero a diario converso con uno de sus cuadros, que me sigue en las mudanzas y me da tierno cobijo en los desconciertos. Ayer abrió una nueva muestra de su obra última que estará hasta el 30 de abril en el Museo de León.