TRIBUNA
Si eres pobre...
Desde la historia de la Humanidad, ricos y pobres han variado cuantitativa y cualitativamente según las circunstancias. Hasta mediados del 2007 hemos disfrutado como nunca de tres lustros de crecimiento económico con el consiguiente aumento de bienestar. El proletariado se aburguesó y surgió el «nuevo rico», esto es, el carente de todo menos de dinero, prepotencia y dolencia de cucharón. El mendigo ya no pululaba ni siquiera a las puertas de las iglesias; y si alguno había, lo era más por inercia o afición que por necesidad. Durante siglos, al menos desde la reforma protestante, las elites económicas se han regocijado en la idea de que ser pobre es una situación voluntaria o perniciosa («si eres pobre, algo habrás hecho»). Los calvinistas consideraban la pobreza una consecuencia de la pereza y las malas costumbres; y los pensadores positivistas la atribuían a una incapacidad para adquirir riqueza. Pero mudan los tiempos, las voluntades, y todo se cubre de mudanza. El colapso económico actual ha convertido en historia la idea de que la pobreza es un fracaso del individuo o el fruto de una disfunción interna. Hemos pasado del aburguesamiento del proletariado, que tanto le preocupaba antes a la izquierda, a la proletarización de las clases medias. Estamos ahora en esta nebulosa económica a la que se ha bautizado como Gran Recesión, donde lo nuevo no se vislumbra y lo viejo no termina de morir. Como dice en un libro reciente Joaquín Estefanía, «el libre mercado dejó de ser una manera de ordenar el mundo sometida a discusión para convertirse en un artículo de fe, en una creencia casi mística». Fruto de ello ha surgido el «nuevo pobre», ese ser excluido de la vida normal, consumidor defectuoso que vive una especie de exilio interior respecto a sus semejantes. Y en el lugar más alto, los «súper ricos», operando sin consideración ni escrúpulo por otro interés que no sea el suyo propio, con la desvergüenza codiciosa e insolidaria de percibir a espuertas, mientras el resto de los ciudadanos rasos ve como se pierden sus puestos de trabajo, se reducen sus sueldos y se congelan o bajan sus pensiones. Y en el lugar más bajo, los «súper pobres», aflorando en los atrios de los templos y en el umbral de los supermercados. Vense por la noche tipos tumbados entre trapos y cartones en los vestíbulos de los santuarios de la usura, y durante el día disputando las sobras de comida colgados de los contenedores de basura.
El Ayuntamiento de Valladolid ha emprendido toda una cruzada contra la mendicidad. El edicto municipal no se conforma sólo con prohibirla, sino que castiga con multas de 750 a 1.500 euros a aquellas personas que piden limosna a los viandantes, como medida disuasoria para que la calle permanezca limpia de indigencia.
Lo cual no deja de sorprender. Multar con dinero a quien lo reclama porque en su lugar sólo tiene necesidades apremiantes es como pedir bananas al alcornoque. A la necesidad de pedir, la potestad de multar. Alude el alcalde, Francisco Javier León de la Riva —un ginecólogo devenido edil desde 1995, con una incontinente tendencia a dar a luz a la notoriedad («morritos» de la Pajín, exclusiva aeroportuaria para Villanubla, capitalidad para Pucela, opinión sobre el aborto…)—, que los mendigos son cosa de explotación de menores por «mafias rumanas». Pues, coño, écheles a ellos los perros y la policía. Claro que hay recursos públicos a los que se puede acudir, pero las asociaciones de caridad ya no dan abasto. Una cosa es no mirar o hacerlo con el gesto solidario de una simple moneda, y otra muy distinta perseguir a quienes sin molestar, requieren la compasión del prójimo porque no tienen nada que llevarse a la boca. ¿Y si persisten en su indigencia, se les encarcela como a delincuentes? ¡Qué más quisieran los sin techo que un albergue carcelario! Aunque haya de todo como en botica, son pobres, pero honrados: no hurtan, no roban, no corruptelan. Espero que nuestro Excmo. don Gutiérrez, colega y correligionario del León de Pucela, deje mendigar en paz.
«Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el reino de los cielos»; y en el siglo XIII, el autor probablemente leonés del Libro de Alexandre decía: «Los que con gran vergüenza han de alimosna pedir, no los podemos a ninguno fallir (abandonar)». Aunque nada más sea para ejercer la «compasión», que no otra cosa quiere decir «alimosna» en su origen griego. Pero si, ante este panorama, bajamos de los griegos, la Biblia y la Edad Media a hodiernas inscripciones parietarias, un tanto volterianas, podemos leer: «Si Dios ama a los pobres, ¡cómo sería si los odiara!»
Como todas las mañanas, camino río arriba por la «Ruta del Catéter», hasta la grúa inmóvil de la incipiente morada de Zapatero, a ver si me contagio de su optimismo antropológico y levanto mi ánimo alicaído. Al paso por el puente de San Marcos, en un extremo el gordito masculla su rogativa con el cartón en la mano y la lata a los pies; en el otro, Popescu saca con brío del acordeón las notas alegres del «Ay, Tani, Tani que mi Tani». Al lado, en la Plaza de San Marcos, (o Explanada del Inserso), frente al opulento Hostal-Parador multiusos, han puesto un aprisco de «utilitarios» deportivos de la marca Ferrari. Los transeúntes se paran y los contemplan con mirada bovina, como las vacas al tren, bajo un sol espléndido, pero demasiado pesado para la estación. Es el tiempo que corre, tan desquiciado como la economía. Yo ya no sé.